El día se oscurecía en forma prematura. Nubes negras empujadas por el viento se mecían como corceles de carrera. El cielo se había tornado verde furioso de un mar agitado. La lluvia no se hizo esperar. Era una cortina de agua que tapaba todo y dejaba un ruido sordo sobre el ambiente. La tempestad se hizo presente en toda su dimensión: rayos mortíferos, truenos y relámpagos por doquier. A lo lejos se avisaba la presencia de vientos salvajes. Un meteorólogo de la Universidad de St. Louis, ya le había bautizado: “El Tornado Asesino”.
El miedo seguía creciendo en el pecho de Alfredo Nasariff. El era extranjero en estas latitudes; provenía de un lejano país escondido en el extremo de América del sur. Había arribado a estas tierras unos meses atrás. Llegó junto a su esposa y tres pequeños hijos, como transplantados que aterrizan en la “Meca –USA”. El propósito: obtener una maestría en ciencias económicas. Alfredo no sabía en que consistían los tornados; esas manifestaciones climáticas, no eran típicas de su lugar de origen.
Salio del campus universitario y se dirigió a tomar el bus que lo llevaría a casa. Con mucha suerte, lo divisó de inmediato, era el número 10 de “Laclede’s Landing” y él ahí, mojado y tembloroso levantó su brazo para detenerlo. El chofer siguió su curso por varios metros hasta que llegó al paradero; único lugar en que él abriría sus puertas. “Tan diferente a mi país, donde un bus se puede tomar en cualquier lugar en que un pasajero hace contacto con el conductor”-pensaba Alfredo. Aquí en este país, la gente ni siquiera se mira a la cara cuando caminan por las calles, pero cuando se hace contacto visual - en forma expresa o por casualidad-, hay que saludar y decirles algo, sin siquiera conocer al extraño ese: “Howdy, How are you doing? Qué ridículo, que extraño - pensaba Alfredo acentuando los contrastes. De súbito, se acordó del bus y corrió desesperado para saltar a la pisadera como un náufrago en su última oportunidad. Ahora su piel se erizaba como un gato que salta al vacío. Se acordó que su esposa e hijos lo esperaban en casa y podía visualizar con nitidez la escena de susto, que ellos podrían estar sintiendo. Ellos tampoco conocían esta cultura, ni el clima, ni el idioma, ni siquiera a los vecinos. Y esto último era preocupante porque se percibía la hostilidad racial; -El clásico problema que usualmente sucede cuando diversidades étnicas viven juntas, se decía Alfredo con la mente afiebrada. - En mi tierra, te arrimas a la clase social a la que perteneces y todo es más simple. Su
conciencia era un huracán agitado y lleno de dudas y sentía en su estómago, un dolor punzante entre olas de incertidumbre.
Alfredo se había bajado del autobús y no podía encontrar el camino a la casa que recién habían alquilado. Estaba ubicada en un vecindario antiguo, ahora venido a menos. Eran de esas casas antiguas de dos pisos, todavía con aires señoriales en la arquitectura externa, ahora acomodadas para alquiler barato, haciendo de cada piso una casa aparte. Alfredo estaba desorientado y con la lluvia no podía ver con claridad el camino que debía tomar. La angustia se estaba convirtiendo en pánico; se imaginaba que no arrancaría con vida de la tempestad. - No debería nunca haberse ido de su tierra natal para aventurarse en la nación que algunos llaman: “la más civilizada del mundo” y con el más alto estándar de vida. Pero ese simple hecho, no le afectaba favorablemente ni a él, ni a su familia, ya que apenas se sostenían con una precaria beca del gobierno.
Alfredo tenía rasgos árabes; una tez nívea de mármol blanco, ojos verdes aceitunados y una boca fina que estaba rodeada por una barba densa y oscura. Era de mediana estatura y contextura delgada. Apuró el paso, y muy rápido, ya estaba corriendo para llegar pronto a su nuevo y extranjero hogar. El viento remecía su cuerpo y le hacía perder el equilibrio. Los libros y cuadernos se cayeron en el camino y a pesar de su apretada situación económica, decidió que no valía la pena recogerlos - ya compraría otros. Recién llevaba una cuadra desde la calle principal, desde donde había descendido del autobús y aún se preguntaba si este era el paradero correcto o no.
Estaba asustado. Su corazón latía tan fuerte en el pecho que él mismo podía escucharlo. Presintió que se iba a morir; no podía respirar y sintió un profundo dolor en
el pecho. - ¿Sería un infarto al miocardio? –“Mi padre y mi abuelo murieron de eso”,- se decía a si mismo en el silencio. Al parecer, eran las manifestaciones de un fuerte ataque de pánico que no lo dejaba liberarse de esa sensación de terror y abandono. Los minutos se hicieron larguísimos; no podía salir de este trance por voluntad propia. Sin embargo, pasado un tiempo de gran angustia, comprobó que su corazón no lo había traicionado y así Alfredo logró recuperarse, con la idea salvadora que tenía una familia a quien proteger. En ese extraño día, sus desventuras parecían no querer abandonarlo: una cuadra más arriba tropezó con un pequeño tarro de latón que le hizo caer en un charco lleno de lodo, aceite y otros desperdicios. Alfredo quedó empapado hasta los tuétanos sintiendo impotencia ante la maldición de estos eventos seguidos; sobre los cuales él no tenía control alguno.
De por sí, Alfredo era temeroso cuando se trataba de su integridad física. Empezó a rememorar su infancia y recordó a su padre quien en forma frecuente lo descalificaba cuando era sólo un niño. Solía decirle: - Quiero que seas un hombre fuerte y no un marica debilucho. Por eso, cada vez que el niño exteriorizaba algún temor o inseguridad, el padre lo sermoneaba con dureza y lo delataba delante de quien estuviera presente. - Y logró lo que el viejo puto quería - se recriminaba duramente Alfredo - Eso lo que soy: un cobarde que no está capacitado para vivir en una sociedad moderna - se decía a si mismo, revolcándose en un lodo de autocompasión.
Ahora ya podía divisar la calle por la que debía internarse para llegar a la casa donde tenía su nuevo hogar. Miró hacia el cielo y allí lo descubrió: era un remolino endemoniado con tonos verdes, marrones y negros. Recordó que antes de salir del
campus universitario, su compañero de clases le había señalado - viene uno de esos…le dicen “El asesino”.
Ahora sus ojos alcanzaron a ver nítidamente la vivienda de alquiler donde su familia lo esperaba y se sintió lleno de gratitud. Se supo afortunado por contar con una esposa que lo quería en forma incondicional. Si, porque su esposa era abnegada y noble; y había tolerado todas sus indiscreciones, las que en su interior sabía, que no eran escasas. Reconocía que era celoso en extremo, inseguro de si mismo, y que tenía esas intensas rabietas con su esposa todo el tiempo. La perseguía y la humillaba, así como su padre había hecho con él y en más de una ocasión, vino la agresión física. ¡Quien lo diría!; sus conocidos y amigos pensaban que él era un hombre generoso y manso, incapaz de hacerle daño ni siquiera a una molesta y cochina mosca. En público siempre sonriente, ofreciendo cigarrillos a todo el mundo porque era un empedernido fumador. Daba la impresión de que nunca negaría un favor a nadie. En fin, un amable y cándido Doctor Jekyll. Pero, Mr. Hide aparecía en su intimidad del hogar y en su neurosis se transformaba en un ser odioso y beligerante, porque ahí con los suyos, sentía que tenía poder y dominio absoluto. Algunos sentimientos de culpa llegaron a su conciencia en ese momento de verdades innegables, pero los ahogó con su raciocinio habitual cuando se le aparecían esos demonios: - alguien debe tener las riendas y tomar las decisiones difíciles. ¿No es cierto?
Cuando llegó a la casa, en la puerta del frente tocó varias veces esperando que su esposa le abriera muy pronto, por la terrible tempestad. Siguió tocando más fuerte y con un ritmo desesperante, pero nadie vino a abrirle la puerta de su casa.
Alfredo Nassarif empezó a tragar saliva con su cabeza en un remolino de confusión y angustia: “me han abandonado, se han ido” se dijo a si mismo, y la sensación de ahogo volvió a su pecho, con un dolor intenso que esta vez siguió su curso y no desapareció. El hombre cayó fulminado en el lugar. Ahora no había retorno. Falleció en forma instantánea. El diagnóstico “post mortem” señalaría que había sido un ataque al miocardio. Un vecino del sector, lo vio caer y llamó desde su casa a la ambulancia y a la policía local. Se aglomeró una multitud y aunque no lo conocían, muchos esgrimían sus propios argumentos de lo que había sucedido.
El difunto estaba en la calle La Fállete. Su familia aún lo esperaba donde vivían, en la calle paralela, una cuadra atrás, La Maisonette. Alfredo Nassarif nunca llegó a casa y su esposa Ursula finalmente se decidió a llamar a la policía. Cuando resolvieron el caso, le informaron que en la residencia donde se encontraba el esposo, también vivía una familia de origen hispano. - Que extraña coincidencia! - pensó Ursula -Aquí en el barrio he visto solo afroamericanos, asiáticos y anglosajones, pero nunca he visto a una familia hispana. El difunto Alfredo estaba de espaldas en el porche de la casa; yacía aún con los ojos abiertos. Ella descubrió una mirada de terror en su rostro y creyó escuchar un suave llanto del otro lado. Ursula se sintió extrañamente relajada, sin culpas, ni remordimientos y pensó: “Es tiempo de empezar una vida nueva”.
RevistaChilena.com