Desde el descubrimiento de Chile por los esforzados conquistadores que capitaneaba don Diego de Almagro (año 1536), hasta la época presente, la literatura patria ha sido en sus diversas fases, o un genuino producto de nuestro medio ambiente político y etnográfico, o un reflejo, a través de ese medio, de intermitentes proyecciones filosóficas o artísticas emanadas principalmente de las viejas civilizaciones latinas.
Durante el Coloniaje,-nuestra neblinosa y modorrienta Edad Medía, (1541-1810), fuero: escasas las manifestaciones intelectuales en prosa o verso, y tuvieron un carácter meramente histórico, épico o religioso.
Nuestros oscuros aborígenes, los araucanos, surgidos del fondo de una naturaleza selvática, no supieron escribir sus bárbaras epopeyas ni ofrecieron a los conquistadores españoles sino el rítmico blandir de sus coligües y la ondeante trayectoria de sus flechas.
Uno de aquellos guerreros, el madrileño Alonso de Ercilla (1533-1594), escribió a la sombra de los indíanos bosques, su epopeya histórica La Araucana, en que cantó el choque formidable de las dos razas cuyo maridaje había de engendrar un pueblo nuevo y fuerte.
Entre otros poetas, Pedro de Oña con su Arauco Domado, Hernando Álvarez de Toledo con su Purén Indómito y Diego Santisteban Osorio con su continuación de La Araucana ensancharon la obra de poesía guerrera del más ilustre de los épicos españoles.
La abigarrada legión de escritores, casi todos ocasionales, de aquella época, elucubraba sobre las más heterogéneas materias: crónicas, gramáticas, geografías, tratados didácticos.
No había por aquel entonces espíritu público; y las mentalidades desfallecían agobiadas por el vasallaje espiritual de la clerecía y bajo la opresión del poder monárquico.
Innumerables monjes, españoles y criollos, también seglares, aunque de cultura monástica, escribieron poesías sueltas para el gusto de los moradores de los claustros y de la sociedad exageradamente. pecaminosa de aquellos tiempos.
El insigne abate y naturalista Juan Ignacio Molina escribió «El jovenado», composición latina en verso pentámetro, y el padre jesuita Juan José Guillermo algunas elegías y poesías también en latín.
Y por otra parte, dejaron imborrable huella en la imaginación popular, el padre López,-fraile dominico, al que se ha llamado el Quevedo chileno,- el cura Clemente Morán, el padre Escudero y el capitán de artillería Lorenzo de Mujica, quieres regocijaron a las buenas gentes de nuestra inocentona vida colonial con sus chispeantes improvisaciones de índole burlona y festiva, escritas en el verso sonajero de las décimas y letrillas.
No hubo, pues, en aquella nebulosa época, sino meros versificadores, ya que habría sido extemporáneo el surgimiento del lirismo, el que requiere para manifestarse, amplitud de pensamiento y libertad en la expresión de las intimas y personales emociones.
……………………………………….
Empero, la larga noche de la Colonia había de tener su aurora.
La luz de la verdad empezó a encender en los cerebros oscurecidos los nuevos fuegos de la rebeldía independizadora.
La filosofía enciclopédica que fulmino la Revolución Francesa, empezó a estremecer y templar los espíritus emparedados de los hijos de nuestro suelo.
Camilo Henríquez, el fraile de la Buena Muerte, dio los primeros chispazos del nuevo credo político en sus versos ásperos y rudos, pero caldeados de ardor patrio.
El argentino Bernardo Vera y Pintado forjó nuestra primera canción bélica, que después hubo de sustituirse, salvo el coro, por la de Eusebio Lillo, más suave y benigna.
Sin embargo, el choque de las armas no dio tiempo sino para escribir con caracteres de sangre, sobre el campo de combate, la epopeya triunfal de nuestra Independencia.
La espada impedía coger la pluma, y cuando algún patriota logró tomarla, produjo obra urgida y fragmentaria, fiel reflejo de los sobresaltos de nuestro génesis republicano.
Escritor típico de este período de disolución monárquica y fundación de una nueva patria, es el guatemalteco don Antonio José de Irisarri, llegado a Chile en 1809, que desarrolló una asombrosa actividad intelectual escribiendo poesías líricas y satíricas, como también estudios sobre gramática, historia y filología.
Este escritor trajo a Chile la primera imprenta digna de este nombre, y culmino su brillante carrera pública, revistiendo la primera representación diplomática de nuestro país en Europa, en donde conoció a don Andrés Bello, al que hizo su secretario e invitó a avecindarse entre nosotros, lo que efectuó el insigne venezolano el año 1829.
La poesía de este período tiene una marcada índole revolucionaria y acrática con relación al régimen inquisitorial y monárquico que ella contribuyo a derrocar.
Más que por su forma, urgida e incorrecta, vale por su espíritu libertario, exponente de la idiosincrasia de una raza valerosa y fuerte, y por sus incipientes bríos hacia una tendencia más humana y más criolla.
Pasada la efervescencia épica que causara en los espíritus la violenta sustitución de los regímenes político y civil, transcurrió un lapso de efervescencia literaria.
Los estudiosos laboraban los gérmenes de un florecimiento lírico que había de irruir hacia el año 1842.
Don José Joaquín de Mora, ilustre humanista y poeta español, dictó sus enseñanzas clásicas a un escogido núcleo de jóvenes en el Liceo Chile (1827-1830).
A su llegada al país, don Andrés Bello, -la más alta intelectualidad hispano-americana, -abrió su biblioteca a la juventud estudiosa, estableció su cátedra privada de derecho y literatura (1834) e inauguró la Universidad de Chile (1843), en reemplazo de la vieja Universidad de San Felipe, cuyas paredes estuvieron decoradas con retratos de Santo Tomás de Aquino y de los filósofos griegos Aristóteles, Heráclito y Demócrito.
En su discurso inaugural el sabio Rector incitó a la juventud a abanderizarse en la escuela literaria romántica, muy en boga en aquella época: no quería «la docilidad servil que lo recibe todo sin examen ni la desarreglada licencia que se revela contra la autoridad de la razón».
Las enseñanzas catedráticas y los tratados de gramática, métrica y poesía de este varón insigne habían de influir y han influido grandemente en el desarrollo de la literatura nacional.
Entre tanto, doña Mercedes Marín de Solar daba con su Canto fúnebre a la muerte de don Diego Portales (1837), el primer grito de nuestro verdadero lirismo, al menos dentro de las formalidades literarias que ella conocía.
A nuestra tierra, que siempre fue asilo de proscritos ilustres, llegó hacia él año 1841 don Domingo Faustino Sarmiento, que en nuestra metrópoli, en el tercer piso de una casa opulenta, fundó una escuela, para ganarse el pan del ostracismo.
Con él vinieron otros argentinos: Gutiérrez, López, Mitre, Alberdi, y todos, espíritus enardecidos por el azote del despotismo imperante en su país, dirigieron miradas aviesas a nuestros gobernantes «pelucones» y motejaron a nuestros literatos de esterilizarse por el abuso en el estudio de los gramáticos y puristas.
En cuanto a carácter independiente y reformador, no iba en zaga a aquellos proscritos, nuestro renombrado escritor y sociólogo José Victorino Lastarria, quien inauguró la «Sociedad Literaria» (1842), con un discurso de bandería, pletórico de espíritu «libre y progresivo», en que invitaba a impulsar nuestra literatura medíante la libertad del genio, restringida únicamente por la moderación y el buen gusto.
Al mismo tiempo fundó el Semanario Literario (14 de Julio 1842-43), revista en que el escritor festivo José Joaquín Vallejo (Jotabeche) y el poeta Salvador Sanfuentes mantuvieron en pro del romanticismo una sonada polémica con los argentinos López y Sarmiento, quienes contestaban los juegos desde las columnas de «El Mercurio» de Valparaíso; polémica que en realidad no fue sino una ardorosa repercusión del célebre manifiesto romántico con que Víctor Hugo encabezó su drama «Hernanin».
Echando su cuarto a espadas, Alberdi pretendía que el romanticismo es una ley mecánica, por ser comprensiva de todas las condiciones materiales y externas del estilo, ley según la cual Homero, Shakespeare y Dante serían vencidos en certamen por un estudíante de retórica de quince años.
Por esta época publicó don Andrés Bello traducciones parafrásticas de «Les Fantômes» y de otras composiciones de Hugo.
José María Núñez se dedicó a escribir sobre literatura francesa contemporánea y Francisco Bello sobre poesía inglesa.
Así se preparó la verdadera iniciación de nuestra poesía lírica: el movimiento-literario del año 1842, cuya omnipotencia clásico-romántica no vino a romperse sino allá por el año 1895, al choque de un espíritu nuevo y fecundo, como lo veremos más adelante.
Al reto que los expatriados argentinos lanzaron a nuestra juventud por su inacción y falta de originalidad, contestó Salvador Sanfuentes con su hermosa leyenda en verso El Campanario.
Hermógenes de Irisarri da elevación y majestad al himno, con esplendores de belleza ática y serena, dentro de una forma trabajada bajo el rigor de un artífice culto y exigente.
Eusebio Lillo, el «Ruiseñor chileno», ritma al amor y las flores con verdadero encanto lírico, en alas de una música verbal nítida y harmoniosa.
Guillermo Blest Gana nos embriaga con la ambrosia de sus versos de ensueño y sus romances plañideros, íntimos y vehementes.
Guillermo Matta arranca sonoros arpegeos al broncíneo cordaje de su lira, aunque en sus versos cerebrales choca cierto desentono de propaganda filosófica y doctrinaria.
José Antonio Soffia escucha el ritmo de la Naturaleza y evoca episodios legendarios, en poemas frescos y retozones, nutridos de recuerdos y afectos.
Luis Rodríguez Velasco rapsodía en verso epopéyico el sublime heroísmo de Iquique, que sucumbe para alzarse grande e imperecedero entre los pliegues azul, blanco y rojo del orgulloso emblema de la patria.
Pablo Garriga, en fin, da la sensación de un panteísmo poético con escasas raíces en nuestro suelo.
Al lado de estos poetas de primera magnitud, figuran otros no menos entusiastas que se posesionan febrilmente de las cualidades estéticas de Hugo Lamartine y Musset, Byron, Espronceda y Zorrilla, y siguen tan de cerca a esos modelos, que su labor reminiscente llega a empañar el albor de originalidad que despunta en la obra de los mejores.
Eduardo de la Barra es el más prominente de estos bardos culpables del pecado de imitación.
Algunos institutos y certámenes literarios contribuyen secundariamente en este largo período al estímulo de la producción poética.
El país se preocupa de consolidar su organización política y administrativa y de fundar sobre bases nuevas su legislación civil, religiosa y económica.
Estas preocupaciones son causa de que la calidad artística sea aventajada indiscutiblemente por la producción legislativa, oratoria y forense.
Hemos dicho que el movimiento clásico-romántico iniciado el año 1842 vino a quebrantarse en 1895.
Sin embargo, con anterioridad a esta fecha se manifiestan en nuestro ambiente literario algunas corrientes renovadoras, con promesas de mejores días para nuestro lirismo.
Era imprescindible reaccionar contra el atiborramiento de reminiscencias de los antiguos y contemporáneos escritores españoles, contra el fárrago de volúmenes de... Poesías... que con frecuencia salían de las imprentas a sepultarse en el polvo de los anaqueles.
Al díario «La Época» (1887), que ofrecía ampliamente sus columnas a los artistas, corresponde el primer galardon de esta cruzada.
Bajo la tienda bohemia de aquel díario, encontró refugio un núcleo de escritores que empezaban a sentir en sus frentes la caricia del «viento azul de Francia».
Manuel Rodríguez Mendoza, Alfredo Irarrázaval, Luis Orrego Luco, Pedro Balmaceda Toro, descollaban con sus prosas chispeantes o parisinas, formando un verdadero mosaico literario.
A incorporarse en ese grupo estudioso y culto, llegó con su semblante de «indio triste», el joven Rubén Darío, sin otras credenciales que la de haber publicado, en su camino errante, 1472 pequeño libro, «Primeras Notas» (1885), que no era sino un producto esporádico de heterogéneas lecturas.
En Pedro Balmaceda, estilista de una precocidad inaudita, caído en la brega muchacho aún, descubrió Darío un hermano de cruzada que le aventajaba en el conocimiento del moderno arte francés: encontró en él un amigo eficiente y un poseedor de libros novedosos, de que se sirvio el joven nicaragüense para ensanchar sus vistas por los nuevos rumbos estéticos.
En 1887,Darío publicó en Santiago su opúsculo «Abrojos», dedicado a Manuel Rodríguez Mendoza, que es un conjunto de rimas ligeras, espontáneas y de color bohemio.
De tránsito en Valparaíso, publicó en 1888 su más celebrado libro: «Azul»... O «Año Lírico», prologado in extenso por don Eduardo de la Barra, cuyos versos y prosas de arte francamente moderno, constituyo en Hispano-América primero y en España después, una especie de evangelio de las tendencias parnasianas y simbolistas de los poetas franceses que se inician con Aloysius Bertrand, Nerval, Baudelaire, Gautier y Banville, siguen con de Lisle, Heredía, Prudhomme, Mendés, Lahor y Dierx y avanzan con Mikhaël, Laforgue, Verlaine, Mallarmé, Samain, Moréas, Verhaeren, Fort y Maeterlinck, aparte de muchos otros que representan hoy en Francia las múltiples vibraciones del lirismo nuevo y reciente.
El certamen Varela (1887), al que concurrieron, sin contar a Darío, Pedro N. Préndez y Ramón Escuti Orrego con sendos «cantos épicos a las glorias de Chile» y Eduardo de la Barra y varios otros con sus colecciones de rimas becquerianas, no dejó en nuestra historia literaria sino una verbosa ráfaga de versos imitativos, sin otra originalidad que la de carecer de ella.
A causa de la revolución civil de 1891, sobreviene un vacío en nuestra producción intelectual que dura hasta 1895, año en que apareció el libro «Ritmos», de Pedro Antonio González, el más lírico de los poetas de este país y el iniciador del periodo contemporáneo de nuestra poesía.
Por estos tiempos aparece «La Revista Cómica» (1895-98), cuya importancia estriba en que volumino una era de transición entre las corrientes antiguas y nuevas de nuestra literatura.
Así, Ricardo Fernández Montalva prestigia con el romance de su vida bohemia, el verso sentimental y romántico; Julio Vicuña Cifuentes cultiva el verso retórico, sin que en aquel entonces pudiera sospecharse su actual renovación estética; Eduardo de la Barra reincide en sus parodías y traducciones, Antonio Bórquez Solar empuja la tendencia decadente; Gustavo Valledor evoca, en estilo decorativo, los nombres y mitos del helenismo, y finalmente, Luis A. Navarrete y Abelardo Varela parafrasean y traducen a Baudelaire, Prudhomme, Mendés y Verlaine.
Entre tanto, Francisco Concha Castillo y Narciso Tondreau se aíslan y no alteran, ni entonces ni después, la índole conservadora de sus producciones.
Sucedió a la anterior, «La Lira Chilena» (1898-1911), revista dominguera de índole popular, que no consiguió atraer la colaboración de nuestros mejores escritores.
Con todo, despuntan en ella algunos vates románticos de cierta significación; como Tito V. Lisoni, Eduardo Grez, Eduardo Castillo, Ignacio Escobar y Luis Galdames, quienes, absorbidos por la vida práctica y profesionista, no escriben ya y se limitan a recordar on gesto pesaroso y a veces despectivo, sus viejos versos.
De esta dispersada falange, sólo Alberto Mauret Caamaño, suele remozar, con cierto brillo, la tradición erótico-romántica de Guillermo Blest y Ricardo Fernández.
Paralela a los agónicos esfuerzos de estos «portaliras» se desarrolla la corriente de Arte Nuevo que Pedro Balmaceda y Rubén Darío iniciaran en 1887.
EL potencial y luminoso incubamiento de «Ritmos» infiltró en los espíritus un fermento innovador y prolífico.
La modernización de nuestra lírica no puede ya detenerse.
Las rancias formalidades métricas se extinguen o evolucionan.
Los parnasianos y simbolistas franceses son imitados hasta la exageración.
El decadentismo, «posa» sus muecas ridiculas y arvoja piltrafas a la comentación y al escarnio.
Y por sobre un cúmulo de errores estéticos, incurridos muchas veces de adrede para confundir a los criterios demorosos y fraccionarios, avanzaron los pies de rosas de nuestra Poesía por el terrenal sendero que había de conducirla a una región elevada, pero accesible, en que se aduna la belleza harmoniosa y fantástica con el esplendor de la verdad humana, sincera, intima, vivida.
Marcial Cabrera Guerra fue uno de los más tesoneros paladines de esta cruzada. Después de formar algunos aprestos en «La Revista Cómica» y en su página literaria «Anexo Dominical» del díario «La Ley» (1899) fundó el hebdomadario «Pluma y Lápiz» (1900-1), el más alto pendon del movimiento reformista de nuestras bellas letras.
Pedro Antonio González, Horacio Olivos, Antonio Bórquez Solar, Miguel Luis Rocuant, Francisco Contreras, Manuel Magallanes Moure, Jorge González, Carlos Mondaca y Víctor Domingo Silva, acuden al llamado de «Guerrette» y emprenden, aunque con éxito desigual, la más brillante de nuestras jornadas líricas.
En las revistas «Instantáneas» y «Luz y Sombras», que se conquistaron simpatías en el público merced a su director literario Augusto G. Thomson, empiezan a destacarse desde el año 1900, poetas de valía como Carlos Pezoa Veliz y Antonio Orrego Barros, cuyos trabajos de índole criollista contrastaban con el sabor francés que supieron dar a estos semanarios los prosadores Guillermo Labarca Hubertson e Ignacio Pérez Kallens (Leonardo Penna), y especialmente Thomson con sus 'estudios e impresiones sobre arte.
Junto con el intermitente ajetreo de estas publicaciones volanderas, los poetas resumen sus cosechas líricas en el libro.
Bórquez Solar afrancesa por fuerza su innato temperamento criollo y produce un libro bastardo, «Campo Lírico» (1900), que si bien contribuye al conocimiento de la liturgia del nuevo rito literario, no es sino una demostración del aspecto morboso o degenerado del arte moderno, vicio de que este zarandeado escritor no ha podido curarse en sus posteriores obras.
Francisco Contreras quiere exagerar la nota decadente con sus «Esmaltines» y su «Raúl» (1902), precedido éste de un preliminar didáctico sobre «Arte Nuevo», que es un manifiesto explicativo de la fórmula sobre el «libre desarrollo del temperamento creador», de Remy de Gourmont.
Diego Dublé Urrutia, Antonio Orrego Barros, Samuel A. Lillo, Carlos Pezoa Veliz y Víctor Domingo Silva se desentienden de las teorías francesas, sienten bullir en las venas su sangre de chilenos e impulsados por un virtuoso amor de patria, evocan las tradiciones heroicas de nuestra raza, psicologan los gestos nobles y altivos de nuestro pueblo y encauzan en poemas macizos y harmoniosos la alegría y la pena de los sufridos moradores de las pampas, las minas y las selvas.
«Del mar u la montaña», «Alma criolla», «Chile Heroico», «Alma Chilena» y «Hacia allá...) son los principales libros con que cada uno de estos bardos representa la tendencia nacionalista y criolla de nuestra poesía. Junto a ellos, Federico Gana, Joaquín Díaz Garcés (Ángel Pino), Baldomero Emilio Lillo, Carlos Silva Vildósola, Víctor Domingo Silva (Cristóbal de Zárate) y Rafael Maluenda, dan la mano a los antiguos escritores José Joaquín Vallejo y Manuel Concha y forman con sus novelas, cuentos e impresiones, un caudal artístico sano y vigoroso que, dicho sea sin molestar a los sectarios del exotismo, es lo único que puede allegar una nota original nuestra al acervo de las literaturas extranjeras.
De los principales generadores y representantes del movimiento modernista de nuestra literatura, han muerto los precursores: Pedro Balmaceda (1889), Pedro Antonio González (1903) y Rubén Darío (1916).
Los demás siguen laborando para gloria de nuestras bellas letras y para honra de Chile.
Así Horacio Olivos se aísla en el culto de la belleza externa labrada en la forma impasible y marmórea, lo cual constituye, en cuanto al esmero de la forma, una de las más altas cualidades según la más moderna concepción del arte poético.
Ernesto Guzmán abandona la gimnasia de la rima y siguiendo los dictados, no de un esteta, sino de un profesor como es Unamuno, vacía sus poemas inedulosos y serenos en el antiguo y difícil verso suelto o blanco, por lo general endecasílabo yámbico; cosa muy loable en un caso aislado como éste, ya que él viene a enriquecer el concierto polífono de la poesía.
Zoilo Escobar lleva en su espíritu la sinfonía isócrona y doliente de las mareas y la visión del oleaje cotidíano de la gente de mar.
Rocuant labora el verso macizo, burilado y harmonioso, en poemas plenos de fuerza y rico de gamas pictóricas.
Contreras redacta estudios artístico-didácticos, y siendo un fervoroso prosélito del ideal antes que un poeta, ha tenido la fortuna de representar a nuestra república literaria en París, al lado de Nervo, Darío, Lugones, Ugarte y Gómez Carrillo, quienes con más propiedad que Contreras han prestigiado en el extranjero el nombre de sus respectivos países.
Magallanes tantea entre la pintura y la poesía, la verdadera finalidad de su temperamento de artista, y termina por echar a vuelo su bella fantasía por un jardín poético en que rumorean perfumadas brisas entre estalactitas de fuentes cristalinas.
Jorge González finaliza el ambular de la bohemia ciudadana para volver a su terruño, en donde encuentra los motivos de su poesía culta y elegíaca, con matices humildes y campesinos.
Mondaca rompe su mutismo doloroso y publica los trenos de su amargura interna y profunda en poemas que florece en carne viva.
Víctor Domingo Silva hace vibrar su pandero con arpegeos sonorosos y triunfales, con rachas de notas humanas y patrióticas.
Lagos Lisboa espacia sus miradas por los vencros y horizontes de la naturaleza patria y vacía el jugo de sus sensaciones, recuerdos en vasos burilados con los mejores perfiles clásicos.
A Max Jara se le discute; entre rechiflas y aplausos exhibe el proceso de una evolución indefinida y llega a incorporarse al grupo de sus hermanos de arte con el semiprestigio de una obra sincera y valiente, pero salpicada de errores estéticos.
Pedro Prado destaca su vigoroso temperamento de artista y echa las bases de un estilo poético de arquitectura frágil en que sus hermosas fantasías no logran encontrar un arraigue sólido y duradero.
Alberto Moreno «capta sus poemas en fuentes invisibles», sorprende los más complejos momentos de la vida ordinaria y se alza con su obra refinada y brillante como una de las cumbres más visibles de nuestro Parnaso.
Julio Munizaga brilla por su trova galante y por su verso claro y sonoro.
Enrique Carvajal querría continuar en su aislamiento silencioso escribiendo más para sí que para el público, esos sus poemas que condensan el esplendor de filosofía poética que irradía en las almas y las cosas.
Gabriela Mistral moldea sólidamente su poesía gloriosa, pletórica de energía, y-enciende los fuegos de un espiritualismo nuevo, delicado como caricias maternales al niño dormido, vehemente como el impulso de su firme corazón de mujer; fuegos azules que la juventud intelectual de España empieza a divisar como un seguro presagio de que nuestra mejor poetisa será proclamada la primera del habla castellana de estos tiempos.
Daniel de la Vega conmueve dulcemente con su romanticismo legítimo, sin falsas lágrimas, que fluye al rozar las asperezas de la lucha cotidíana y al cristalizar, en sencillo estilo, sus recuerdos poblanos y bohemios y los encantos de su vida íntima; romanticismo lleno de claridad y emoción que no puede confundirse con la hueca y enfática sensiblería de algunos poetas de antaño.
Hübner triunfa con sus versos emotivos a la vez que cerebrales y forma un caudal de buena poesía nutrida en el idealismo que emana de los aspectos complejos o sencillos de la Naturaleza.
La sentimentalidad de Barella interpreta las delicadas vibraciones del Amor y remueve el fondo romanesco que se aduerme en las 'almas desgastadas y enfermas de tedio.
Ángel Cruchaga siente, medita, existe hondamente.
Pedro Sienna se enrola en la farándula de los cómicos de teatro, finge en la escena la vida nocherniega de los personajes caracterizados y esboza en sonetos graciosos y ligeros la realidad y el colorido de un mundo representativo y ficticio.
Pablo de Rokha inicia con brillo sus bizarrías, líricas y malogra su talento en enigmáticas concepciones explayadas con frases caprichosas, casi totalmente incomprensibles.
Olga Azevedo es un día la Mimi de nuestros cenáculos y otro día cualquiera se va en busca de su anhelada «lejanía»...
Juan Guzmán Cruchaga forma su estilo con suavidades de seda y esplendores de luna.
Luciano Morgad, Alberto Valdivia, Daniel Vásquez, Juan Egaña y R. Echevarría Larrazábal demuestran que hay poetas casi anónimos, pero más sinceros, más exquisitos y menos discutibles que muchos de los que se afanan en publicar sus «cosas» en revistas aparentemente literarias.
Al lado de esta brillante parvada de poetas, avanza, briosa y sonriente, la muchachada, la legión de los poetas más jóvenes, en cuyas filas empiezan a destacarse verdaderos temperamentos, como David Perry, Eusebio Ibar, Roberto Meza Fuentes, Lautaro García Vergara, Arturo Torres Rioseco, Aida Moreno, Juan Marín y algunos otros que, si el destino no dispone otra cosa, figurarán junto a aquellos entre nuestros mejores intelectuales del presente.
Al recorrer los accidentados senderos de nuestra lírica selva, conjunto de venenosas cizañas y de bellas floraciones, hemos podido observar los diversos matices que han caracterizado a nuestra Poesía en el trascurso de su evolución.
Cada etapa de nuestro lirismo debemos aceptarla como un medio necesario para llegar a la que le ha seguido en orden histórico.
Según este criterio, no podemos sorprendernos que durante el período colonial primasen los poetas y versificadores extranjeros trasplantados a nuestro suelo, y que en la era de la emancipación surgiese el canto patriótico sin más originalidad que su espíritu rebelde.
Y puesto que en los demás países hispano-americanos ha ocurrido igual cosa, tampoco debemos extrañarnos de ese largo período clásico-romántico que es un injerto en este país de la cultura artística hispana y francesa, y cuyas mejores producciones poéticas recitan hoy nuestros padres y abuelos al retoñar sus recuerdos de juventud.
Antes de concluir, queremos hacer un llamado a la juventud que se inicia en el culto de la poesía y desprender ante su vista algunas hebras del cañamazo del buen sentido.
Es necesario que penetren en todos los criterios los sanos y verdaderos principios estéticos.
No aceptar las escuelas o sectas literarias sino como un avance y un estímulo.
No despreciar el Arte Antiguo, sin estudiarlo y sin aprovechar sus saludables proyecciones.
Ceder a las influencias audaces y novísimas que extienden el imperio de la fantasía, cuidando de evitar los arrestos presuntuosos, morbosos y degenerativos.
Reconocer que la inflexibilidad retórica y estrecha del clasicismo y la ampulosa y falsa sensiblería de la secta romántica fueron supeditadas por los armoniosos y helénicos perfiles de la tendencia parnasiana y por las flexibles, sutiles e introspectivas figuraciones del simbolismo.
No olvidar que Rubén Darío no pudo erigirse en espiritual maestro del estilo y del lenguaje sino a fuerza de conscientes estudios del arte poético de Grecia, Roma, Francia e Italia, hasta posesionarse de sus más secretos recursos para aprovecharlos en dar riqueza y amplitud a la poesía castellana, y ello sin desmedro de los innovadores bríos y de las divinas exaltaciones de su genio.
Ante todo, nuestros jóvenes deben precaverse de prematuros y perniciosos exhibicionismos, concentrar y pulir su labor incipiente o definitiva y aplicarse al estudio de las inviolables normas de la Gramática y del Léxico, no para dejarse dominar servilmente por ellas ni alardear de puristas y eruditos, sino para construir una obra verdaderamente artística, firme y duradera.
El estilo claro, conciso y selecto es una virtud recomendada no sólo por los añejos y excesivos cánones retóricos; es un principio universal y sin él se malogran las mejores facultades artísticas.
Claridad en las imágenes y en la dicción que las exterioriza; en todo esa bella claridad que es la piedra de toque de la consistencia de las ideas y de la sencillez o complejidad de las sensaciones.
Después de la efervescencia de la inspiración desbocada, después de los tanteos nebulosos e impulsivos, el verso alejandrino, el reposo y la euritmia del verbo lírico, la alianza harmoniosa de los buenos aspectos de todas las tendencias, sean ellos de procedencias clásicas, nuevas o futuristas.
Sólo así lograremos afianzar definitivamente el triunfo del modernismo, que es sinónimo de expresión nítida, amplia y sincera de las ideas y sensaciones de la vida compleja de nuestra época.