(N. en Santiago, 1884.) No es un poeta. Es un estudioso, un asimilador, que, a fuerza de rozarse con algunos artistas, ha logrado hacer versos inflados de una poesía laboriosa, muchas veces obscura, otras vulgar, y casi siempre refleja.
Casi a los treinta años de edad publicó su primer libro El Hombre que anda. Pedro Prado defendió esta obra, más por solidaridad de afecto, tal vez de convicciones, o por deber, que por razones de justicia. No podía haber obrado en otra forma la zalamera bondad de P. Prado, ya que Ried le dedicó su libro con una frase que es una verdadera solicitud de ausilio.
Los versos de El Hombre que anda carecen de la emoción propia, de la vitalidad que nace del esfuerzo espiritual provocado por la necesidad de hacer obra artística y que vemos desplegarse en todas las escuelas literarias, aún en aquellas que escapan al subjetivismo.
En esta obra se adivina la tortura desesperada que descubre 'el autor para cumplir una faena obligatoria, no impuesta por esa necesidad de que hablamos arriba, sino por el compromiso material, absurdo, de redimirse de una jornada forzosa y egoísta. Alberto Ried ha hecho versos simplones, no ha hecho poesía. Ha construído poesía falsa, sobre versos falsos y ha logrado epatar a cierto público, con esa misma falsedad encubierta con dorados ungüentos.
Ha intentado hacer poemas, pero no ha logrado su propósito. En casi todos ellos abandona el objetivo y divaga en estériles y rastreros detalles. En otros, rellena su primitiva intención con escenas teatrales destinadas a dar a su compuesto una actitud de formal dramaticismo. Y, en algunos, la impostura de su emotividad llega a anunciarse como un temblorcillo de epidermis. Pero siempre revelan un esfuerzo mental anémico y disciplinado en largas gimnasias de buceador de símbolos. Así su estilo.resulta periodistico; sus temas rebuscados, y, el desarrollo de éstos, con carácter cinematográfico.
Ried trata de hacer misterio con las cosas insignificantes y fracasa, pues, ellas, en vez de transfigurarse, adquieren un relieve de vulgaridad más acentuada.
Es un hombre, de talento, simulador de poeta, que suele llegar a costa de grandes sacrificios a tener pensamientos hondos, pero deteriorados y obscurecidos por la fiebre de un abrupto laborio.
Pedro Prado y Ernesto Guzmán han ejercido en su producción una influencia mal aprovechada.
Alberto Ried puede ser un lírico. Por seguir corrientes extrañas a la suya, ha sacrificado su inclinación artística y violentado los fáciles recursos de que pudo disponer en otro sentido.
Tal vez pudo hacer mejores versos y no peor poesía, si hubiera obedecido a su propio instinto de dilettanti, a sus naturales fervores de amateur, sin seguir rastros ajenos. Quizás admira demasiado la obra de los poetas aludidos y ha querido colocarse de un salto al lado de ellos, como si este propósito dependiera únicamente de la agilidad intuitiva, del estudio o del talento, y no del pequeño dios que llevamos en nuestros espíritus.
En uno de los últimos poemas de El hombre que anda, Ried parece aproximarse a una fuente más propicia a sus anhelos clandestinos de arte. Se ve cómo, ejercitándose en el manejo de la idea y la métrica, ha adquirido una práctica muy parecida a las atávicas funciones del artista por naturaleza.
¿Es esta práctica, demostración de que A. Ried puede despojarse del pesado bagaje de una influencia. extraña y torpemente aprovechada?
No. Consideramos que por mucho talento que tenga un individuo, por muy simulador de arte que sea, jamás podrá llegar a confundir sus producciones con las de los poetas reales.
Por último, le hemos dado un rincón en esta serie, porque su libro-para cualquiera que desconozca tanto el origen de éste, los factores que contribuyeron a su formación y el amaneramiento velado de sus páginas, como el fervor y el egoísmo patentes que lo incubaron-tiene un mérito que parece efectivo; y, sobre todo, porque la crítica ha tenido frases injustas de elogio para el autor, y estímulos que es necesario abatir, mostrando el mal, para evitar accesos de poetas falsos y consagraciones perniciosas para nuestra literatura.
A través del cristal de un microscopio he mirado la nieve. Y la encontré hermoseada. Y ha crecido mi asombro, al ver constelaciones y radiosas diademas que copiaban la bóveda celeste. Se enredaban las perlas, se engarzaban las joyas. Y era la nieve lila la misma nieve lila que baja de los cielos mansamente balanceando la gracia de una pluma y arrastrando visiones. Silencioso dolor... Vivir mirajes áureos de infinito, y con ellos migrar por un camino largo rodando enmudecida hasta morir deshecha en propio fango.
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HIMENEO
Las velludas arañas escondidas en los huecos obscuros; las arañas de patas retorcidas y de artejos peludos; las que pasan encantadas la vida los arácnidos mudos…
Nadie os mira, vejadas penitentes, pacienzudas obreras, tejedoras extrañas, inocentes torcedoras de seda…
Largas horas de sombra entre las redes, corre el tiempo en la espera y se estira la tela en las paredes y nada, nada llega…
De improviso la malla se remece y la araña vacila: es la racha inclemente que estremece el encaje y que silba…
Torna sola y paciente a su destierro la ventruda sedosa; entra el sol por la brecha del encierro y solaza a la ociosa.
Con la luz, un amante se avecina; ya la lumbre lo llama; ya la tela simétrica se cimbra: Diminuto es el que ama a la reina carnuda y entumida.
Trepa tímido la escala de cuerdas, se detiene, se arredra... Y trepidan los palpos que se acercan y el incauto la estrecha...
Dura poco el instante enmudecido. Un desmayo angustiado... Un temblor prolongado, y dolorido y en encajes vencido, la celosa ventruda a su amante estrangula...
La carnosa velluda! El soplar de una racha polvorienta y la red que se avienta y el silencio en la estrecha rasgadura.