Información hasta el año 1917 de la publicación de Selva Lírica
Esta importante institución artística y literaria fue fundada el 1.o de Mayo de 1829 con el siguiente Directorio:
Directores
Señores: Santiago Aldunate Bascuñán Paulino Alfonso Roberto Huneeus Elías de la Cruz Juan N. Espejo Ricardo Cabieses Jorge Huneeus Pbtro. José Eduardo Fabres Dr. Carlos A. Gutiérrez Alamiro Huidobro Eduardo Lamas Ricardo Montaner Bello
Secretario Permanente: Samuel A. Lillo
Pro-Secretario: Diego Dublé Urrutia
Tesorero: Eduardo Lamas
El Directorio actual es el que sigue:
Directores: Señores:
Santiago Aldunate Bascuñán Ricardo Montaner Bello Joaquín Díaz Garcés Roberto Huneeus Juan N. Espejo Paulino Alfonso Antonio Bórquez Solar Guillermo Pérez de Arce Gonzalo Bulnes Luis Rodríguez Velasco Manuel Magallanes Moure Miguel Luis Rocuant
Secretario: Samuel A. Lillo
Pro-Secretario: Antonio Orrego Barros
Tesorero: Pedro Mandiola
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Un gran rol ha correspondido a este Ateneo en el desarrollo de la cultura artística y en el fomento de las Bellas Letras. Desde su tribuna se han dictado conferencias sobre los más diversos temas: desde la cuestión social, de interés para todos, hasta los cálculos de astronomía, de importancia sólo para los iniciados. Se han unido la música y el verso para glorificar el arte asombroso de Rodin. Se ha interpretado a Chopin, Bach, Grieg, Wagner, Mendelssohn, etc.. Mientras un pacifista levantaba el apostolado del amor universal que canta Lagarrigue, un hijo del pueblo acariciaba sus ideales acráticos para encenderlos frente a esa misma multitud que escuchaba al anterior. Todo esto se ha promiscuado donosamente en el ámbito del Ateneo. Y por él no sólo han cruzado los viejos y jóvenes intelectuales de esta tierra, sino también personalidades literarias de renombre mundíal. Sobre sus modestas tablas hemos visto la silueta melancólica del glorioso patriarca de las letras españolas: ese «gran don Ramón de las barbas de chivo» de que habló Darío; a Blasco Ibáñez, el brillante y mercantil artista de «Los cuatro jinetes de la Apocalipsis»; a Manuel Ugarte con sus doctrinas de quijote moderno y su verba acerada; a Belisario Roldán con su palabra de oro estrellada de lentejuelas de romanticismo tropical: a Cavestany, anciano poeta sobreviviente de aquellos tiempos legendarios en que la capa y la espada realzaban la figura de los amadores frente a las rejas del castillo lunado y meditabundo; a Rafael Altamira el célebre profesor madrileño; a Eduardo Marquina, el príncipe de los líricos hispano-americanos, y a tantos otros sabios y artistas que no recordamos en estos instantes. El alma y músculo de este prestigioso cenáculo artístico que se llama Ateneo de Santiago, ha sido exclusivamente su laborioso Secretario, el laureado poeta Samuel A. Lillo. El, con sus entusiasmos pródigos de juventud, con su fervor artístico inextinguible, ha mantenido latente el fuego familiar de esas veladas en que tribunas y galerías parecen compartir en el círculo de una intimidad común, la caricia ensoñadora del .culto espiritual. El, solo, ha tenido que soportar el chubasco, de las protestas de ciertos puntillosos padres de familia, que han encontrado inmorales algunas manifestaciones líricas de la audacia juvenil y que se han revuelto indignados ante la gloriosa desnudez del Arte! ¡Es la belleza artística atacada por ese mismo hato de imbéciles que se arroba frente a los perifollos de cualquier ramera vagabunda! Y esos ataques, esas protestas del burgués contra los oradores valientes del Ateneo, han sido cargados al creador, al sostenedor de sus veladas gratuitas, al alma y músculo de esa corporación: a Samud A. Lillo. ¿Por qué? Porque este Secretario integérrimo los merece. Ha trabajado más de lo que debía... Pero este poeta insospechable, ha tenido su compensación: ha encontrado sus glorificadores inesperadamente: ellos, con sus protestas, han puesto de relieve su amplitud de criterio y su labor anonina, curvada con tanto sacrificio sobre su despacho de funcionario de la Universidad de Chile. Así, ofendido; así, atacado, comprendemos que es él, únicamente, el alma y músculo del Ateneo. El Directorio actual de esta institución es deficiente. Debe sufrir diversas modificaciones, para que pueda desarrollar perfectamente sus bellos ideales. No es posible echar sobre los hombros de un solo miembro del Directorio que consta de quince, el pesado fardo de una empresa bastante ingrata, por lo que encierra de garantía pública y de labor material. Hay en la lista del personal directivo nombres que, para los propósitos con qué fue fundado el Ateneo santiaguino, como institución científica, artística y literaria, nada aportan ni nada representan, y que es necesario reemplazar por otros de actividad práctica, de méritos positivos, de responsabilidad intelectual. Don Santiago Aldunate B., eminente diplomático, nada significa dentro del Ateneo sino un adorno invisible, impalpable. Sencillamente, no hace falta. Es preciso sustituirlo. El, como digno Embajador (le nuestro Gobierno en un país extranjero, no puede obrar a la vez como miembro del directorio del Ateneo de Santiago. Por lo demás, creemos que esto le hará poca falta. Don Ricardo Montaner Bello, don Roberto Huneeus y don Paulino Alfonso, no merecen el sitial que se les ha designado. No basta para ser director de un Ateneo haber fabricado uno que otro libro mediocre o haber escrito algunas docenas de fábulas insustanciales o diversas tiradas de versos inútiles. Deben renunciar. Don Luis Rodríguez Velasco, venerable anciano, poeta de los viejos tercios de nuestro romanticismo primitivo, hoy en desarme, debe entregar a la juventud, a la virilidad, el sillón que nominalmente ocupa. Supongo que a él, antiguo Ministro de Estado, nada le significará abandonar ese modesto sillón. Y, por último, Antonio Orrego Barros, empleado público, que invierte todas sus actividades fuera del recinto de la Pro-Secretaría del Ateneo, para el que fue nombrado, sin dedicarle un solo minuto desde hace varios años, debe también resignar su puesto, ya que no puede atenderlo. Para este cargo de actividad e iniciativa se requiere un joven de talento y emprendedor. Proponemos al vigoroso literato Jorge Hübner Bezanilla. Para los puestos de directores en reemplazo de los que deberían cesar, creemos de bastante prestigio para el Ateneo los nombres que se quisiera elegir de entre los siguientes: Juan Francisco González, Armando Donoso, Gustavo Silva E., Guillermo Labarca Hubertson, Pedro Prado, Alberto Mackenna, Víctor Domingo Silva, Julio Ortiz de Zárate, Enrique Tagle Moreno, Julio Vicuña Cifuentes y Eduardo Barrios. "Confiamos en que los miembros de esta institución comprendan los defectos y la necesidad que señalamos en su propio beneficio y que pronto cambien el estado de su organismo para que así puedan amplificarse sus rumbos.