(N. en Los Ángeles, el 27 de Mayo de 1893). Cuando se conozcan estas páginas, Arze Bastidas será una revelación. Trátase, en verdad, de un exquisito, de un sentimental.
A menudo su estilo evoca ese sello aristocrático de los poemas de José Asunción Silva, aunque con cierto leve barniz de frivolidad de que carece el bardo colombiano.
La muerte de una hermana suya, que era bella como un ensueño,-según la expresión de un poeta,-enlutó su juventud, del mismo modo que José Asunción Silva vio enlutarse su vida por igual causa, sólo que éste «se abrió por su mano la puerta de las tinieblas soterrañas».
Cultor del sentimiento y cultor agrario de la paterna heredad, nuestro novel porta-lira seguirá sin duda haciendo obra de arte purísimo y sólo en esto queremos se parezca al nervioso y apolíneo cincelador de «Nocturnos».
Ha colaborado en «Chantecler», revista de fino humorismo, editada en Concepción, en la época en que alcanzó mayor prosperidad bajo la dirección del poeta Ignacio Verdugo.
Carne viva y palpitante, carne palpitante y viva, ¡cómo se me hace agresiva tu esplendidez insultante!
Mujer, flor mala y punzante, mujer, flor roja y lasciva, iquién te hiciera siempreviva, mujer, flor agonizante!
Has crecido sin tus galas!... porque naciste en el fango tienes manchadas las alas.
Flor que mueres, flor lasciva, ¡quizás una cuna de rango te hubiese hecho siempreviva! ……………………………………
FUMADORA
La mujercita pálida i tosedora enarca la boca, ansiosamente, para alejar su esplín, al extremo anguloso de su pipa.- La marca del opio aquel es marca que fuma un mandarin --
Su vicio pone ensueños en su pupila zarca y voluptuosamente se arroja en un cojín, y, entre volutas de humo, ve una exótica barca llena de chucherías traídas de Pekín.
Sueña con garabatos endíablados y extraños, o con mujeres de ojos oblicuamente huraños, o con las siete fauces de un enorme dragón…
Y así calma y olvida su desconsuelo propio: ¡oh, mujercita, sigue, dando tu vida al opio que lo haría otro tanto por matar mi aflicción!....
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EN EL LAGO
En busca del placer que la enajena llega del lago al espumoso flanco, y de la playa en la sedosa arena apenas hunde el piececito blanco.
De su cuerpo de rosa y azucena con ademán voluptuoso y franco descorre el velo, y de rubor se llena como el rojo copihue del barranco.
Oleadas de nardos y violetas perfuman el ambiente de la tarde en alas de las ráfagas inquietas.
Y al mirarla besada del ocaso por los rayos del sol que apenas arde siento como un eléctrico chispazo.