La raza de los aucas ha sido, cual ninguna otra americana, digna de la Epopeya. Ercilla la inmortalizó en su poema «La Araucana»; Pedro de Oña, en su «Arauco domado»; Hernando Álvarez de Toledo, en su «Purén indómito». Fueron los olifantes de la guerra titánica entre el ibero conquistador y los cobrizos indigenas de Arauco, puñado de sanguinarios hercúleos e indomables que costaron a la Corona de España, -como se ha dicho tal vez sin hipérbole,-más (desvelos y clinero que la dominación del resto de los aborí. genes de América. Pedro Antonio González rapsodio en su poema «El Toqui» las estruendosas luchas de los aucas, bravos defensores de sus selvas, con los invasores curacas, venidos de allá de muy al Norte, del país del Sol... Figuras homéricas yacen en esos poemas, admirados sin ser leídos, que en cuanto se ven sólo por fuera parecen monumentales criptas del Pasado. Allí se rememoran amazonas de pletóricas ubres y mocetones, bravos como montañeses pumas, cuyos fornidos brazos manejaron heroicamente la honda y la flecha, la macana y el colihue. Yace ahí Caupolicán que pudo conquistarse el galón máximo de cacique de caciques paseándose, más que sus competidores en la formidable prueba, durante tres días y tres noches con un enorme madero sobre sus hombros. Ahí yace Lautaro, el astuto, que rehúye el cautiverio después de haber aprendido del adversario el arte de pelear y corre a enseñarlo a los suyos, a quienes informa que el temible guerrero español no forma un solo cuerpo con su caballo. Ahí duerme Colo-Colo, consejero de indíanos reyes, como lo fue de príncipes helénicos el venerando Néstor. Ahí rebullen las cenizas de Fresia, mujer de Caupolicán, que arranca de su seno a su único hijo y lo estrella contra las rocas, razonando que no quiere ser madre del hijo de tal caudillo, a quien moteja de cobarde por no haberse hecho matar antes que caer prisionero. Bravo fue el araucano (are, ardiente; aucca, hombre de guerra). Luchaba contra la opresión y la esclavitud. La tradición, el recuerdo latente de sus guerras, acerbó su alma taciturna. El indio de hoy es triste, como las puestas de sol que contempla allá en las soledades de sus bosques. Se ve invadido, se siente conquistado y sufre con ese profundo sentimiento de los fuertes. Cinco siglos ha, Arauco era libre. Sus llanos y sus lagos eran de los aucas. Hoy van de retirada. Deben limitarse en pequeñas reducciones o replegarse hacia las montañas, allá en el lejano horizonte. El conquistador ha profanado, con el riel, las vírgenes selvas. El indio de hoy es triste. Aquí y allá ve usurpados los dominios de sus abuelos. Al alejarse, al trasponer el último alcor que fuera suyo, divisa su roca abandonada, maldice a los sayones que de su hogar lo lanzaron a virtud de un contrato leonino con algún usurero explotador de sus vicios y de su ignorancia. El araucano tiene el alma sombría. Es que contempló el definitivo derrumbe de su imperio. Es que contempla, desde sus lejanos reductos, la agonía de su raza. Taciturno, abatido, el indio modula su gul, su canción. Un trovador espontáneo, un gulcatuve; siente como el trucao de sus selvas, el impulso del canto y compone para entonarlo breves composiciones sujetas a una retórica embrionaria. Allá en la época de la Conquista, incitó a sus compañeros, a sus peñi, a defenderse de los invasores. Ogaño, en verso, rudo, invita al amor entre los quilquiles y bajo los ulmos. De ruca en ruca, va el rapsoda selvático modulando sin lira ni laúd su canto rítmico no aprendido. Después de la danza en torno de un canelo, recita composiciones con frase cortada y voz sonora. Para narrar o cantar las guerreras tradiciones o amenizar con versos y discursos un jolgorio o un machitún, cruza la montaña espesa, sigue la ondulada senda, pasa de la choza que está junto a un grupo de pinos a la choza plantada a orillas de un lago cristalino y azuloso. Y allá, entre añosos robles, bajo un dosel de copihues, en medio de una rueda de indios taciturnos, el gulcatuve modula su gemebunda canción, al compás intermitente de su cultrún (tambor). Los reflejos del sol poniente iluminan su cobrizo rostro. El trucao, pajarraco agorero, canta sus silbos golpeados y lúgubres que en escala descendente atenúan el tono hasta extinguirse, como el alba de lo salvaje, en los silos y cuévanos de la boscosa montaña. Estos poetas indíanos han permanecido generalmente anonimos. Cantan como los pájaros, sin escribir sus himnos, que la Tradición no ha trasmitido sino en contables casos a las posteriores generaciones. Han sido eruditos europeos y chilenos (I) quienes han escriturado por primera vez los díalectos mapuche, pehuenche y huilliche, matices del habla araucana. Ellos han ido a las rucas a recoger las canciones, cuentos, leyendas, episodios y narraciones costumbristas de los indigenas para dar a conocer a los estudiosos todo un monumento fragmentario de historia, epopeya y lirismo. «La lengụa de los araucanos, aunque es de bárbaros, -dice De Augusta,- no solamente no es de bárbaros, sino que aventaja a las demás lenguas, así como los Andes sobresalen entre las demáš montañas; de manera que a quien la posea le parecerá ver a las demás como de lejos y bajo sus pies, conociendo claramente cuánto en aquellas hay de superfluo y cuánto les falta». Y agrega el mismo erudito: «Esta Nación, hoy día tan despreciada por cierta clase de personas que desea y propone el secuestro de sus bienes y hasta el exterminio de su raza; esta Nación vive, piensa, ama, tiene sus leyes tradicionales, sus ideas religiosas, su culto, poesía, elocuencia, sus canciones, su música, sus artes, sus fiestas y juegos, vida cívica, sus pasiones y virtudes».
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(Desde antiguo los araucanos han contribuido a dar una nota exótica en obras teatrales. Celebrados poetas españoles escribieron piezas de este género a raíz de la publicación de «La Araucana» (1578) de Ercilla y de los «Hechos de don García Hurtado de Mendoza», obra publicada por don Cristóbal Suárez de Figueroa, adicto cortesano de la noble casa de los Hurtado de Mendoza. Se recuerda «La Bellígera Española», escrita con personajes araucanos, por Ricardo de Turia (pseudonimo); «Gobernador prudente», de Gaspar de Ávila; «Arauco domado», por Lope de Vega; «Hazañas de don García» (1622); y «Los españoles en Chile» (1665), por don Francisco González Bustos. La obra «Hazañas de don García» fue una de las más representadas en Chile durante la Colonia y ofrece la peculiaridad de haber sido compuesta por nueve poetas, algunos de ellos muy renombrados; D. Antonio Mira de Amezcua, el Conde del Basto, D. Fernando Sudeña, Guillén de Castro, D. Juan Ruiz de Alarcón, D. Luis Vélez de Guevara, D. Jacinto de Herrera, D. Diego de Villegas y don Luis Delmonte. En el ofrecimiento de esta obra se expresa: «El Estado de Arauco, breye en el sitio, pues contiene sólo 18 leguas, está labrado con huesos españoles.» Por su parte Lope de Vega llamó a Arauco «la más indómita Nación que ha producido la tierra»).
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CALVUN (SEGUNDO JARA) Es el más famoso poeta araucano y el primero en escribir versos en su propio idioma. Hacia el 1872 nació en Copín, al sur del río Cautín. Su padre fue el indio labrador Catrin y su madre la indía Rupaillan, pertenecientes a las familias de Munan y del famosísimo cacique Calvucura. «Buen hombre era mi padre,-dice Calvún en una autobiografía escrita el año 1896,-por eso me casó con la hija de Lemunan).
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(1) «Estudios araucanos), del sabio políglota Dr. Rodolfo Lenz; «Lecturas araucanas», por Fray Félix José de Augusta, con la colaboración de Fray Sigifredo de Fraunhaeusl; «Historia de la civilización de la Araucanía», por D. Tomás Guevara; «El poeta de los bosques», estudio revistero de Pedro Pablo Figueroa; «Reseña sobre nuestro Teatro Nacional», por don Nicolás Peña M.; «Faz social y gimnasia araucanas, por Manuel Manquilef. Nomade por atavismo, muy niño se alejó de la ruca paterna y se detuvo en Perquenco, al Oriente de Púa, en donde aprendio a deletrear el castellano y a escribir en su idioma nativo, el mapuche. Más tarde Calvún ingresó a una escuela en la cual fue alumno del preceptor Namuncura, a su vez instruído por los monjes franciscanos de Collipulli. Pero el verdadero maestro y educador de Calvún fue el ilustrado escritor y propietario agrícola de Lautaro don Víctor Manuel Chiappa. Cuenta el entusiasta araucanista que allá por el año 1896 llegó a sus aserraderos en busca de trabajo un mocetón de buena presencia y admirable despejo. Era el poeta de las selvas, Segundo Jara, de nombre indigena Calvún. «El lector Americano» de J. Abelardo Núñez y un pedazo de la traducción castellana del «Micromegas» de Voltaire fueron los dos primeros libros que Calvún leyo y aprendio con asombrosa facilidad. Su imaginación rápida y su prodigiosa memoria le permitieron dictar. al señor V. M. Chiappa y al Dr. Lenz las leyendas y cantos de su raza. Es autor o relator de gran parte de las composiciones poéticas que el Dr. Lenz ha logrado perpetuar en sus libros fonéticos y folklóricos, a igual que los episodios heroicos y míticos que a su manera bárbara contaron otros poetas tradicionistas, como el picunche (hombre del Norte) Juan Amasa y el huilliche (hombre del Sur) Domingo Quintuprai. El díarió «El Mariluán» de Victoria, ha contribuido a esparcir por la región de la Frontera, el nombre del poeta Calvún. Alejado de su hogar, Calvún ha gustado vagabundear por los bosques, solitario y triste, con esa enorme tristeza panteística que surge de la montaña, allá en donde la senda ondula a través de una sucesión de colinas verdegueantes, cubiertas a trechos por gigantescos árboles seculares. Se ha dicho de él que es el Byron araucano. Consciente de su misión de poeta, este indio ha rendido culto idolátrico a la Leyenda, a la Naturaleza y a la mujer de Arauco. Es el poeta de los épicos guerreros de su pueblo, al par, que de la salvaje belleza de sus bosques, sus alboradas y sus lunosas noches, allá en las misteriosas florestas. Es el rapsoda de las mujeres selváticas, a las que ha llamado locamente, con vehementes arrebatos pasionales, pero sin festinar jamás sus prestigios como hombre y como poeta: ha sabido mantener su noble gesto de hombre sobrio, que no se embriaga como es costumbre entre los de su raza. Hoy nada sabemos del poeta indíano. ¿Irá aún de ruca en ruca relatando tradiciones y episodios? ¿O ya duerme en paz, allá en la selva, bajo un dosel de copihues?
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He aquí, en síntesis, dos de sus cantos: «Canto de Añihual».-Dos indios viajan con Añihual, uno de los más bravos defensores de Lonquimay, en lucha con los españoles. Han errado el camino y son perseguidos por una cuadrilla de huincas. A Añihual, que va en caballo blanco, le persigue un membrudo huinca, que corre en caballo manchado. Estrechado contra un río, cruza las aguas y en la opuesta orilla encuentra mocetones que pueden auxiliarlo. Con ellos cruza el río y castiga a su formidable perseguidor, hiriéndolo en un costado. Porque fue intrépido, salvó su vida. Ahora, cualquier mocetón puede despreciarlo. «Calvucura en Boroa».-El cacique Calvucura, famoso por haberse señoreado en las pampas argentinas, se dirige con sus mocetones a Boroa, en donde se estrella con la mesnada de Tripainán. Los calvucuranos forman un torbellino del cual surgen lanzas y bridas. Los de Boroa, esos indios de cabelleras blondas y ojos azules,-repelen el sorpresivo malón. Sólo Calvucura puede huir en su caballo. Los demás, sus mocetones, con sus bélicos arreos, quedan cautivos en Boroa.
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Las canciones araucanas son entonadas generalmente por sus mismos autores, al compás del «trompe». Los juegos de chueca son animados por el canto. Los trilladores y los pescadores melifican sus tareas con versos entonados. El «machi», especie de médico religioso, que evoca al dios Pillán para conjurar una epidemia o un maleficio, canta entre gestos, rezos y exclamaciones que engendran un ambiente cabalístico de misterio y superstición. Así el moluche Benito Naguin expresa sus cantos breves, más breves que los de Calvún. Juan Amasa compone su «Canto a la trilla», adecuado para animar las danzas que indios e indías bailan sobre las éras en vertiginosas bacanales. Domingo Segundo Huenuñamco deleita con sus cantares a los moradores de las selvas tanto como Pascual Painemilla, Ambrosio Naquilef, Antonio Culallén, Carmen Cunillanca y Cainilo Mellipan. Por idiosincrasia los araucanos anhelan, en poesía y música, la nota patética. Son muy inclinados a las canciones de carácter amoroso, sentimental y elegiaco (llamecán). Cası toda una familia, la de los Hueitra, parece haber nacido para cantar la tristeza de sus almas taciturnas. El viejo cacique Mauricio Hueitra cuenta un engañoso sueño en una breve estrofa. Julián Hueitra, Caníu Hueitra, Domingo Hueitra, Teresa Hueitra, Painemal Hueitra, rapsodían sus intemos sentires sus quejas, sus lágrimas. Y como aquellos los Tripaiantu (Marcial, Rosario, Magdalena y Emilio) pallan también sus requiebros y sus amoríos, sus exorcismos supersticiosos y sus parlamentos bélicos, en lánguidas y patéticas canciones, al igual que Juan Rayunahuel, Valerio Calicull, Manuel Segundo y Amalia Aillapan, José Allunque, Filomena Carunao, Juana Marinao, Manuel Curuhuala, Juan Callulef y Maríano, Rallunao. He aquí los motivos de algunas canciones de estos rapsodas de Arauco: Un indio roda-tierras nombra los diversos puntos por los cuales ha pasado hasta que llega a su terruño, el país de los manzaneros. Un araucano compara su pobre situación presente con aquella en que vivía su padre rico. Antes, al llegar a casa de un cacique, decían de él: «Allí viene, bárranle el suelo; acá se va a sentar». Ahora, a pesar de ser ya mozo, no le miran las doncellas ni los hijos de buena familia. De lejanos lugares viene un huilliche; y al encontrar a su hijo entona un canto, un canto sencillo en que modula la expresión «hijo, hijo», entre las palabras Telahuania, Comahuaquia, Camaraquira, Suaquiani. El pallador se aleja, y aquel hijo suyo queda bañado en lágrimas. Un indio de lejanas tierras ha venido a pedir en matrimonio a una indía. Ya ha pagado el precio de su escogida. La niña no opone otro reparo que el de la distancia que la separará de la ruca de sus padres «¿Por qué ha fijado sus miradas en mí un hijo de otras tierras?» dice quejumbrosa. Teme; cree que sufrirá hasta llorar. La madre interviene y la convence de que debe ser la mujer de ese indio. Y, acompañada de un hermanito suyo, se aleja la desposada con su nuevo dueño. Para concluir, notaremos que existe una poesía araucana culta, obra de eruditos y estudiosos de idioma aborigen. Así algunos monjes, a la vez misioneros y sabios, han compuesto himnos sagrados en lengua araucana con el objeto de infiltrar el sentimiento evangélico en las rudas almas de los moradores selváticos. Por su parte, Manuel Manquilef, profesor del Liceo de Temuco, tradujo a su nativo idioma mapuche el libro de versos de Samuel A. Lillo Canciones de Arauco.