(N. en Vicuña, el 7 de Abril de 1889) Muerta en hora infausta la inmortal poetisa uruguaya, Delmira Agustini, ha pasado a ocupar su trono en las Américas, con indiscutible derecho, la sencilla y valiosa personalidad de Lucila Godoy, que figura en las letras con el pseudonimo de Gabriela Mistral. Es una digna continuadora de la labor de aquella extraña artista que en «Los cálices vacíos» deposito, con ingenio de audacias varoniles, la linfa purísima de sus ensueños insaciables, la sangre de sus dolores espesos y agitados y la leche fresca y fecunda de sus amores impetuosos.
La poesía de Gabriela Mistral es nerviosa y firme. No hay en ella vagidos temerosos, sensiblerías mujeriles ni actitudes hieráticas, Surge de sus robustos poros la savia torrentosa Je ideas macizas y profundas, reveladoras de las fuertes pasiones que encierra, y que cubre sus desnudeces con vestiduras dignas de su abolengo.
Nada de lamentaciones ni lloriqueos románticos, nada de confidencias infantiles con blancura en los ojos y lánguidas miradas a las nubes; nada de ternuras amorosas con espaldas hundidas, palideces en la piel e hilachas húmedas en los labios.
Los cantos de Gabriela son enhiestos en la alegría y en la angustia, en la fe y en la desesperanza.
Se asoman al amor, no para compungirse y ofrecer maniatados sus músculos y sus ilusiones a las vanales caricias del placer casero, sino para arrojar al infinito, interrogando de frente a Dios, el inmenso poema de su ideal incurable que «empujado por un negro viento de tempestad» (ella lo dice) fue, en hora triste, a naufragar silenciosamente en la desolada estepa de las sombras.
«Los Sonetos de la Muerte» (Flor Natural en los Juegos Florales de Santiago), son un grito obseso de pasión y de dolor, de venganza y piedad, arrancado como la venda de una herida sangrante, a su joven alma de artista, que vació en viriles versos acerados sus más puros sentimientos de nobleza, piedras preciosas extraídas de entre los humores del mundo y que entre sus dedos tumultuosos y finos adquieren las esplendentes proyecciones de la más bella filosofía simbolista.
Cuando sus estrofas hablan al corazón del universo, invocando la majestad de la naturaleza o estrechando entre sus brazos amantes las dóciles cabecitas infantiles, adquieren un acento de sagrada admiración, inspiraciones solemnes, suavidad de regazos maternales y ternuras nazarenas.
Las vidas humildes, indiferentes e ignoradas en el fondo de su invisible grandeza, despiertan en su ánimo estudioso un afán humanitario de revelar al mundo las sanas doctrinas, las blancas experiencias, los ejemplos serenos que nos ofrece la naturaleza con sus árboles polvorientos y graves, alzados como patriarcas de una idea al borde del camino y con la inmutabilidad aparente de sus cosas insignificantes, e incorporan un amor y un deseo fervientes de encauzar por una senda luminosa de buenaventura el alma de los niños, en cuyas marañas sutiles se agita en silencio un mundo inaudito de pensamientos inexpertos que es necesario purificar y preparar para las luchas venideras.
La obra lírica de Gabriela M. es, por sobre todas sus bellezas, de amor sincero a la humanidad, sin ostentaciones falsas, sin llamados de venganza a las conciencias dormidas.
Su labor, relativamente escasa pero segura y definitiva, la ha colocado, y no tememos declararlo a pesar de los orgullos que se sentirán atropellados, a la cabeza de ese grupo de seis personalidades que son los más grandes poetas que ha tenido Chile en todos sus tiempos, y que en otra ocasión señaláremos.
Es sensible, sí, que Gabriela Mistral, absorbida poderosamente por sus preocupaciones de maestra, esterilice, diluya las exquisiteces de su talento poético, en cantos y cuentos para escolares, muy bellos en realidad y de la más humanitaria índole, pero que distraen sus excelentes disposiciones para el lirismo amplio con todas sus facultades y sin imposiciones de la hora vulgar.
Consagrada de lleno a su labor íntima, personalmente exclusiva, estamos seguros llegará pronto a ser una revelación y una bella esperanza para las letras de todas las hablas, ya que, con sus arrebatadores preludios es un botón de honor en nuestra literatura, y, en las letras castellanas, no hemos visto aún alzarse una poetisa de igual fuste o que pueda hacerle sombra. Publicará un tomo de poesías líricas y otro de cuentos y lecturas morales para niños.
No alabes el rosado arrebol de mis flores, ni mis jóvenes hojas brillantes como espada, ni mis leños potentes, del hogar constructores, ni mi majestuosa cúpula abovedada.
Alábame al obrero sufrido que sostiene mi macizo monstruoso, que a Hércules fatigara, alaba aquello humilde y escondido, que tiene la abnegación de un nuevo Cristo que se inmolara.
La raíz parda alaba, que da nieve a mis flores, y esmeralda a mis hojas, y a mi madera olor, y en la tierra desciende a siniestros hondores, en busca de agua y sales que me hinchen de vigor.
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TARDE
Muere el día con una dulzura de mujer y al celeste y al rosa va ahogando el violeta. El hervor del espíritu se siente decrecer: como un estanque pleno, cada pasión se aquieta.
La brisa misma mueve levemente sus sedas y evita un golpe de alas sobre la faz sagrada de la tierra seráfica. Van descendiendo quedas, unas ovejas de égloga por la loma azulada.
Y el día que vivimos se extingue como un bueno, Al caos que le traga le arrebata del seno fuerzas para la última pulsación de ocre intenso.
que hace arder todo el cielo con un amor inmenso! El corazón de bronce solloza en las esquilas y las estrellas muestran sus lágrimas tranquilas.
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LOS VERSOS DE NOVIEMBRE
Y nunca, nunca más; ni en la medrosa noche callada, ni en la aurora rosa, ni en la tarde sagrada.
Se perdio en la compacta, en la asesina sombra, en el país enorme que con temblor se nombra. ¿Sufre? ¿Goza? ¿Se ha vuelto duro, o tierno su corazón? Tal Vez ni odia ni ama. La nada, más horrible que el infierno!
Encontrarle algún día, no importa donde, en cumbre o en hondor, en la luz que deslumbra o en el revuelto horror. Encontrarle algún día, y ser con él por siempre, en la exasperación o en la alegría.
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LOS SONETOS DE LA MUERTE
Del nicho helado donde los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada. Que he de dormirme en ella los hombres no supieron y que hemos de soñar sobre una misma almohada.
Te acostaré en la tierra soleada con una dulcedumbre de madre para el hijo dormido, y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna para tocar tu cuerpo de niño dolorido.
Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas, y en la azulada y leve polvareda de luna, los despojos livianos irán quedando presos.
Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna bajará a disputarme tu puñado de huesos....
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Este largo cansancio se hará mayor un día y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir arrastrando su masa por la rosada vía, por donde van los hombres, contentos de vivir....
- Sentirás que a tu lado cavan briosamente, que otra dormida llega a la quieta ciudad. Esperaré que me hayan cubierto totalmente, y después hablaremos por una eternidad....
Sólo entonces sabrás el por qué, no madura para las hondas huesas tu carne todavía, tuviste que bajar, sin fatiga, a dormir.
Se hará luz en la zona de los sinos, obscura, sabrás que en nuestra alianza signos de astros había y, roto el pacto enorme, tenías que morir....
Malas manos tomaron tu vida, desde el día en que, a una señal de astros, yo dejé su plantel nevado de azucenas. En gozo florecía. Malas manos entraron trágicamente en él.
Y yo dije al Señor: «Por las sendas mortales le llevan. Sombra amada que no saben guiar! Arráncalo, Señor, a esas manos fatales o le hundes en el hondo sueño que sabes dar!
No le puedo gritar, no le puedo seguir! Su barca empuja un negro viento de tempestad. Retórnalo a mis brazos o le siegas en flor!»
Y naufragó la barca rosa de su vivir.... ¿Qué no sé del amor, que no tuve piedad? ¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!
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LA MAESTRA RURAL
La maestra era pura. «Los suaves hortelanos, decía, de este predio, que es predio de Jesús, han de conservar puros los ojos y las manos, guardar claros sus óleos, para dar clara luz».
La maestra era pobre. Su reino no es humano. Tal es el melodioso sembrador de Israel. Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano y era todo su espíritu un enorme joyel....
La maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida, su sonrisa, manera de llorar con bondad. Por sobre la sandalia rota y enrojecida, tal sonrisa la insigne flor de su santidad.
¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso, largamente abrevaba sus tigres el dolor. Los hierros que le abrieron el pecho generoso, más ancha le dejaron las cuencas del amor.
¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía el himno y la plegaria, que no viste el fulgor del lucero cautivo que en su carne esplendía, pasaste sin besar su corazón en flor!
Campesina ¿recuerdas que alguna vez prendiste su nombre a un comentario brutal o baladi? Cien veces la miraste, ninguna vez la viste, y en el solar de tu hijo de ella hay más que de ti
Pasó por él su fina, su perfumada esteva, abriendo surcos donde alojar perfección. La albada de virtudes de que lento se nieva es suya. Campesina ¿no le pides perdón?
Daba sombra por una selva su encina hendida el día en que la Pálida la convidó a partir. Pensando en que su madre la aguardaba, dormida, a la de ojos profundos se dio sin resistir.
Y en su Dios se ha dormido, como en cojín de luna; almohada de sus sienes una constelación. Canta el Padre para ella sus canciones de cuna y la paz llueve largo sobre su corazón.
Como un hinchado vaso, traía el alma hecha para exprimir aljófares sobre la humanidad, y era su vida humana la dilatada brecha que suele abrirse el Padre para echar claridad.
Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta púrpura de rosales de violento llamear, y el cuidador de tumbas como aroma, me cuenta, las plantas del que huella sus huesos al pasar.
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INTERROGACIONES
¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas, las lunas de los ojos albas y engrandecidas, hacia un ancla invisible las manos orientadas?
¿O tú llegas después que los hombres se han ido y les bajas el párpado sobre el ojo cegado, acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido y entrecruzas las manos sobre el pecho callado?
El rosal que los vivos riegan sobre su huesa ¿no le pinta a sus rosas unas formas de heridas? ¿No tiene acre el olor, siniestra la belleza y las frondas menguadas de serpientes tejidas?
Y otra cosa, Señor: cuando fugase el alma por la mojada puerta de las largas heridas ¿entra a tu zona hendiendo el aire quieto en calma? ¿O se oye un crepitar de alas enloquecidas?
¿Angosto cerco lívido se aprieta en torno suyo? ¿El éter es un campo de monstruos florecido? ¿En el pavor no aciertan ni con el nombre tuyo? ¿O lo gritan, y sigue tu corazón dormido?
¿No hay un rayo de sol que los alcance un día? ¿No hay agua que los lave de sus estigmas rojos? ¿Para ellos solamente queda tu entraña fría, sordo tu oído fino y apretados tus ojos?
Tal el hombre asegura por error o malicia; mas, yo, que te he gustado como un sorbo, Señor, mientras los otros siguen llamándote Justicia, no te llamaré nunca otra cosa que Amor.
Yo sé que como el hombre fue siempre zarpa dura, la catarata vértigo, aspereza la sierra, Tú eres el vaso donde se esponjan la dulzura los sectarios de todos los huertos de la Tierra.
¡Y espero, espero! Un día, tal como suele a veces quedar del campesino la vista sorprendida viendo echar flor a extrañas hierbas entre sus mieses, te va a nacer, insólita, la piedad del suicida.
Por qué Tú me miraste, y no encontré blandura que faltara en las felpas hondas de tu mirada; y al rodar a tu pecho, en trance de amargura, Señor, no le hallé un sitio sin condición de almohada!
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EL RUEGO
Señor, Tú sabes cómo, con encendido brío por los seres extraños mi plegaria te invoca, ahora se enciende por el compañero mío, mi vaso de frescura, el panal de mi boca,
cal de mis huesos, dulce razón de la jornada, gorjeo de mi oído, ceñidor de mi veste. Me cuido hasta de aquéllos en que no puse nada, ¡no pongas gesto torvo si te pido por éste!
Te digo que era bueno, te digo que tenía el corazón entero a flor de pecho, que era suave de índole, franco como la luz del día, henchido de milagro, como la primavera.
Me replicas, severo, que es de plegaria indigno el que no untó de preces sus dos labios febriles, y se fue aquella tarde sin esperar tu signo, trizándose las sienes como cuencos sutiles.
Pero yo, mi Señor, te arguyo que he tocado de la misma manera que el nardo de su frente todo su corazón dulce y atormentado ¡y tenía la seda del capullo naciente!
Que fue cruel? Olvidas, Señor, que lo quere y que él sabía suya la entraña en que llagaba ¿Que. enturbió para siempre mis linfas de alegre No importa; Tú, comprende: ¡Yo le amaba, le amaba!
Y amar (bien sabes de eso) es amargo ejercicio; un mantener los párpados de lágrimas mojados, un refrescar de besos las trenzas del cilicio, conservando, bajo ellas, los ojos extasiados.
El hierro que taladra tiene un gustoso frío cuando abre, cual gavillas, las carnes amorosas, y la cruz (¡Tú te acuerdas, oh, Rey de los judíos!) se lleva con blandura como un gajo de rosas.
Di el perdón, dilo al fin. Va a esparcir en el viento la palabra el perfume de diez pomos de olores al vaciarse; toda agua será deslumbramiento; el yermo echará flor y el guijarro esplendores.
Se mojarán los ojos obscuros de las fieras, y, comprendiendo, el monte que de piedra forjaste, llorará por los párpados blancos de sus neveras: ¡toda la Tierra tuya sabrá que perdonaste!
Aquí me estoy, Señor, con la cara caída sobre el polvo, parlándote un crepúsculo entero o todos los crepúsculos a que alcance la vida, si tardas en decirme la palabra que espero.
Fatigaré tu oído de preces y sollozos, lamiendo, lebrel tímido, los bordes de tu manto, y ni pueden huirme tus ojos amorosos ni esquivar tu pie el riego caliente de mi llanto.
Porque fuera sumar amargura a amargura y dureza a dureza, si en tu pecho no tienes cuando a Ti vaya, el rizo de su cabeza obscura, junto al pequeño hueco reservado a mis sienes.
Palpa me el corazón hondo y atribulado. Fue dulce y lo vendieron; saliéronle al camino malas manos, y fuéronse con el que era su aliado, por ley de la armonía y hechura del destino.
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HIMNO AL ÁRBOL
Árbol hermano, que clavado por garfios pardos en el suelo, la clara frente has elevado en una intensa sed de cielo;
hazme piadoso hacia la escoria de cuyos limos me mantengo, sin que se duerma la memoria del país azul de dónde vengo.
Árbol que anuncias al viandante la suavidad de tu presencia con tu amplia sombra refrescante y con el nimbo de tu esencia:
haz que delate mi presencia, en las praderas de la vida, mi suave y cálida influencia sobre los otros ejercida.
Árbol diez veces productor; el de la poma sonrosada, el del madero constructor, el de la brisa perfumada, el del follaje amparador,
el de las gomas suavizantes y las resinas milagrosas, pleno de tirsos agobiantes y de gargantas melodiosas:
hazme en el dar un opulento. Para igualarte en lo fecundo, el corazón y el pensamiento se me hagan vastos como el mundo!
Y todas las actividades no lleguen nunca a fatigarme; las magnas prodigalidades salgan de mí sin agotarme!
Árbol donde es tan sosegada la pulsación del existir, y ves mis fuerzas la agitada fiebre del siglo consumir: hazme sereno, hazme sereno, de la viril serenidad que dio a los mármoles helenos su soplo de divinidad.
Árbol que no eres otra cosa que dulce entraña de mujer, pues cada rama mece airosa en cada tibio nido un ser:
dame un follaje vasto y denso tanto como han de precisar los que en el bosque humano -inmenso- rama no hallaron para hogar!
Árbol que donde quiera aliente tu cuerpo lleno de vigor, asumes invariablemente el mismo gesto amparador:
Haz que a través de todo estado -niñez, vejez, placer, dolor asuma mi vida un invariado y universal gesto de amor!
Ah! nunca más conocerá tu boca las vergüenzas del beso que chorreaba concupiscencia, como turbias lavas!
Vuelven a ser dos pétalos nacientes esponjados de miel nueva, los labios que yo quise inocentes.
¡Ah, nunca más conocerán tus brazos el nudo horrible que en mis noches puso obscuro horror: el nudo de otro abrazo!
Por su sosiego puros, quedaron en la tierra distendidos, ya ¡Dios mío! seguros!
Ah, nunca más tus dos iris cegados tendrán un rostro descompuesto, rojo de lascivia, en sus vidrios dibujado!
¡Benditas ceras fuertes, ceras heladas, ceras eternales y duras de la Muerte!
¡Bendito toque sabio con que apretaron ojos, con que apegaron brazos, con que juntaron labios!
Caras ceras benditas, ya no hay brasas de besos lujuriosos que os quiebren, que os desgasten, que os derritan!
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TRIBULACIÓN
En esta hora amarga como un sorbo de mares, Tú, sostenme, Señor. Todo se me ha llenado de sombras el camino y el grito de pavor.
Amor iba en el viento como abeja de fuego y en las aguas ardía. Me socarró la boca, me acibaró la trova, y me aventó los días.
Tú sabes que dormía al margen del sendero, la frente de paz llena, Tú sabes que vinieron a quebrantar los vidrios de mi fuente serena.
Sabes cómo la triste temía abrir el párpado a la visión terrible, y viste de qué modo maravilloso hacíase el misterio indecible.
Ahora que llego huérfana, tu zona honda por huellas confusas rastreando, Tú no esquives el rostro, Tú no apagues la lámpara, Tú no sigas callando.
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AMO AMOR
Anda libre en el surco, bate el ala en el viento, late vivo en el sol y se prende al pinar. No te vale olvidarlo como al mal pensamiento. ¡Lo tendrás que encontrar!
Habla lengua de bronce y habla lengua de ave, ruegos tímidos, imperativos de mar. No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave. ¡Lo tendrás que escuchar!
Gasta trazas de dueño, no le ablandan escusas; rasga vaso de flor, hiende el hondo glaciar. No te vale el decirle que albergarlo rehusas. ¡Lo tendrás que hospedar!
Tiene argucias sutiles en la réplica fina; argumentos de sabio, pero en voz de mujer. Ciencia humana te salva, menos ciencia divina. ¡Le tendrás que creer!
Te echa venda de lino, Tú la venda toleras. Te ofrece el brazo cálido; no le sabes huir. Echa a andar. Tú le sigues hechizada, aunque vieras que eso para en morir....
Tú no cierres la tienda, que crece la fatiga, y crece la amargura; y es invierno, y hay nieve, y la noche se puebla de muecas de locura.
¡Mira! De cuantos ojos tenía abiertos sobre mis sendas tempraneras, sólo los tuyos quedan; pero ¡ay! se van llenando de un cuajo de neveras!
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LOS SONETOS DE LA MUERTE
Los muertos llaman. Los que allí pusimos con los brazos en cruz y el labio frío, suelen desperezarse; los quisimos, nos ven vivir; y les parece impío!
Llaman, y a la siniestra algarabía de nuestro carnaval de sangre y risa, llega a entenebrecernos la alegría ese loco gritar de la ceniza.
El también clama; pide que en la senda el paso apure, y que mi cuerpo extienda pronto en su huesa, angosta como herida.
Cierro el oído para no escucharlo; quiero con carcajadas ahogarlo ¡y el clamor crece hasta llenar la vida!
Yo elegí entre los otros, soberbios y gloriosos este destino, a que este oficio de ternura, un poco temerario, un poco tenebroso, de ser un jaramago sobre su sepultura.
Los hombres pasan, pasan, exprimiendo en la boca una canción alegre y siempre renovada que ahora es la lasciva, y mañana la loca, y más tarde la mística. Yo elegí esta invariada
canción con la que arrullo un muerto que fue ajeno en toda realidad, y en todo ensueño, mío; que gustó de otro labio, descansó en otro seno;
pero que en esta hora definitiva y larga sólo es del la bio siervo, del jaramago pío que le hace el dormir dulce sobre la tierra amarga.
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YO NO SE CUALES MANOS
Yo no sé cuáles manos aquel día menguado sin terror recogieron, con dulzura también, las esparcidas láminas de tu cráneo trizado los iris de los ojos, la astilla de la sién;
que lavaron la masa de cabellos, caliente y mojada de grumos, y en gozo de servir, la untaron de perfumes e hiciéronte en la frente la señal de la cruz como a un niño al dormir.
Pero esta tarde, cuando rezó la boca mía por su pena, y la tuya que no puede rogar, pidio por esas manos AL QUE LAS VIO AQUEL DÍA, por que antes que me muera, me las deje besar.
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COPLAS
Todo adquiere en mi boca un sabor persistente de lágrimas: el manjar cotidiano, la trova y hasta la plegaria.
Ya no tengo otro oficio, después del que tuve, de amarte, que este oficio de lágrimas, acre, que tú me enseñaste.
El que da la mirada, la boca que parla y que besa, la risa gloriosa, los cabellos suaves, el abrazo que estrecha,
ya puede tomarlos en un gajo estéril: yo pienso que no tienen razón de ser brazos y mirar sin dueño.
Ojos apretados de calientes lágrimas! ¡Boca atribulada y convulsa, en que todo se me hace plegaria!
Tengo una vergüenza de vivir de este modo cobarde! Ni voy en tu busca, ni consigo tampoco olvidarte.
Un remordimiento me sangra de mirar un cielo que no ven tus ojos, de gozar las rosas que sustenta la cal de tus huesos.
¡Carne de miseria, gajo vergonzante muerto de fatiga, que no baja a dormir a tu lado, que se aprieta trémulo al impuro pezón de la Vida!
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AL SEÑOR
No te llamas roca de diente sombrío, ni plegado ceño, ni ademán avieso, Te llamas mejor, sorbo de rocío y otra cosa: beso.
No te llamas zarza de tallos torcidos, ni tampoco dardo, ni tampoco espada. Quien lo dijo, nunca sobre Ti ha dormido. ¡Te llamas almohada!
No tienes los ojos de siniestros mares; hogueras de ocaso no incendian tus vestes. Florecen entre unas blancuras polares tus ojos celestes.
Tus dos manos que hacia nosotros se tienden, desde el otro lado del caos seducen.
¡No venden, no venden! ¡Conducen, conducen!
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SIENTES ALLÁ ABAJO?
¿Sientes allá abajo el ardor delicado de esta primavera? A través de la tierra ¿te pasa el perfume agudo de las madreselvas?
¿Te acuerdas del cielo, del surtidor claro con cimera fresca? del sendero con hondos tapices, de mi mano plácida en tu mano trémula?
Esta primavera perfuma y afina el dulce licor de las venas. ¡Si bajo la tierra. pegada la boca bella no tuvieras!
Orillando el río a esta apretadura de fronda vinieras; la tibieza que tengo en la boca me gustaras, sutil y violenta.
Pero estás abajo, bien desmenuzada de polvo la lengua; no hay modo que cantes conmigo canciones dulces y encendidas esta primavera.