(N. en Talca). Era allá por los años 1895-1904. Marcial Cabrera Guerra (Guerrette) escribía sus muy leídas crónicas santiaguinas. El salvadoreño Arturo Ambrogi, celebrado autor de «Marginales de la Vida», bien pudo decir de él que tenía, como el pobre Juan de la leyenda de Daudet, el cerebro de oro e iba arrojándolo, desperdiciándolo con gracia en sus gacetillas en «sol literario» de «La Ley».
A falta de revistas de arte, hubo de crear el «Anexo Dominical» de «La Ley», página literaria que publicaba prosas y versos de autores nacionales y extranjeros. Este Anexo publicado en 1898 y 1899, ha sido el precursor de las Páginas Literarias, que de cuando en cuando, suelen ofrecer nuestros principales diarios metropolitanos y de provincias. En 1913 una ráfaga de estas páginas volanderas dejó una luminosa estela en el prosaico fárrago de la prensa.
Es el inolvidado fundador de la revista «Pluma y Lápizo cuyo primer número apareció el Domingo 22 de Diciembre de 1900. La casa «San Carlos 639° era el hogar de Guerrette y el hogar de la revista. Guerrette era simpático y tenía talento. Había en el cierto magnetismo que atraía al seno de su bohemia a los intelectuales jóvenes de aquella época. En «San Carlos 639», se reunían, charlaban, leían versos, preparaban el material del semanario. A ese tibio cenáculo llegó Víctor Domingo Silva, muchacho aún, sombrero en mano, preguntando por «Don Marcial»... A él llegó Antonio Bórquez Solar que, como Guerreite, tenía una covacha para escribir en el caserón de frontis rojo de «La Ley». A él arribó toda una caravana de peregrinos del arte: Jorge González, Ricardo Prieto, Osvaldo Palominos, César Muñoz Llosa, Magallanes, Federico Zúñiga, Honorio Henríquez, Oscar Sepúlveda, Pedro E. Gil, Jorge Prieto Lastarria, Saridakis, Santiago Pulgar y muchos otros no menos dignos de recordación.
Y no es esto todo. Una ocasión Guerrette divisó a un desconocido en uno de esos efímeros centros literarios de muchachos imberbes. Se acercó a hablar con aquel extraño, y pronto hubo de convencerse que no era lo que parecia. Descubrió que se las había con un artista retraído, asaz misantropo, que burilaba en silencio versos armoniosos, fogosos, relampagueantes... Aquel extraño era Pedro Antonio González. Si no le hubiera tendido su fraterna mano, ¡cuántos poemas hubieran permanecido para siempre envueltos en la sombra de lo inédito! Guerrette entró furtivamente a la buharda del poeta, recogió algunas hojas escritas, caídas de su tripódica mesa de trabajo y, publicándolas, llevó al bardo solitario los primeros aplausos de una jornada estruendosamente lírica. Si no le hubiera tendido su mano de amigo, ¡cuán aislado habría recorrido su penosa senda ese «extraño sonámbulo de la vidas, como él llamaba al gran Poéta! «Respetando su enigma,--dice este nuevo mamá Eysette,-había que caminar a su lado en un silencioso escoltamiento de veneración y de afecto, para ir descubriendo, en raras veces, las fugaces efusiones de su alma que en algunas ocasiones se alumbraba con rapidisimos lampos de alegría». Combatiendo amistosamente la indolencia del poeta ermitaño, Guerrette llevó sus versos a la prensa e impulsó la publicación de Ritmos, el primer libro de González, cuyo elogio hizo en el «Almanaque Sud-Americano» del año 1897. Y el coloso, pagándole el afecto con el afecto, le decía en un ejemplar de Ritmos, palabras inefables. He aquí algunos fragmentos: «A la hora de la amistad se ha juntado la de la gratitud: hora suprema, porque es la de los primeros ajustes del corazón... Tú me has empujado hacia la primera playa y hacia la primera aurora... Puedo, pues, remendar mi bajel, y reparar mis remos y aprestarme a una nueva travesía... Yo no sé hasta qué punto sean tuyos y hasta qué puntos sean míos estos Ritmos...
Y qué manera de hacer obra de arte la de este Guerrette. No era un crítico ceñudo que lo encuentra todo anti-gramatical o demasiado audaz, o ultra revolucionario... ¡No! Cabrera Guerra, ante todo, estimulaba, enseñaba los nuevos rumbos, las orientaciones futuras. A través de sus impresiones artísticas soplaban ráfagas del aire azul de Francia...
¡Cuánta razón tenía Ambrogi! Guerrette se remontaba sobre el vulgar tono periodistico y hablaba de los artistas en «sol literario». A González lo presentaba ante la América Latina con frases tan espléndidas como éstas: «No es de preferencia, el joven poeta chileno, el admirable pulidor colorista de la frase, que la da espejeos y la transforma en prisma para las irisaciones de luz; ni el apasionado del símbolo que llega al límite en que la idea se hunde en penumbras y queda arcana; ni el plástico cincelador que modela formas mórbidas en el verso. El es, más bien, un áspero, espontáneo y anguloso forjador de estrofas recias, donde encuadran las síntesis vigorosas y abarcantes de su pensamientos.
Con qué fervor artístico prologaba los tomos de poesías de sus compañeros! Del libro Bruunis de Miguel Luis Rocuant decía: «Hay en la esencia de este libro de poeta el culto místico a la belleza pagana, toda la voluptuosa adoración de las líneas y las formas; exhalada al través de un religioso sensualismo, que da su original y extraño carácter a esta poesía en que a cada paso la emoción sensual se purifica, se idealiza en la castidad de un virginal ensueño. Lo notaréis en sus símbolos, en su construcción fraseológica, donde a menudo los vocablos van agriamente reñidos unos con otros, manteniéndose la armonía solo bajo el imperio del sentido interno de cada poema».
Desde tan elevada cima estética, Guerrette estimulaba a sus poetas amigos y dirigía los destinos le su revista de bohemia, de su querida «Pluma y Lápiz». Pero aquella farándula de muchachos idealistas que le rodeaba había de dispersarse. ¡Toda una barca destrozada por el oleaje de la vida! Hasta la bandera, la revista, sucumbió «a manos de un bellaco» (1) como ha dicho Pedro E. Gil. También el piloto había de caer arrastrado por las sombrías ondas. Por fin la noche se hizo en su cerebro algún tiempo antes de reposar para siempre en el eterno Arcano.
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«Pluma y Lápiz, tuvo una segunda brillante etapa en 1912, bajo la dirección de Fernando Santivan y Daniel de la Vega. En el primer número, varios de nuestros escritores consagraron un in Memoriam a Marcial Cabrera Guerra, de quien Januario Espinoza dijo: No dejó ningún libro, pero su « Pluma y Lápiz» vale por una biblioteca".
Ella era así. Tenía el supremo poder de la belleza, que prosterna a porfía cuanto palpita en ti, ¡naturaleza! Desde el altivo trono de su soberbia de mujer hermosa, recibía, en irónico abandono, la ofrenda del mortal para la Diosa. No era la de ella la belleza fátua de la mujer sin expresión y seca, de la mujer estatua y la mujer muñeca. Ella era carne viva y palpitante bajo el ansia intuitiva del deseo, virginidad en flor exuberante, para entreabrirse al sol del gineceo.
Sobre su frente pálida y extensa había irradíaciones de alboradas; v entre los rizos de su negra trenza la atracción de las sombras encantadas. Había en su pupila soñadora algo del llamamiento, algo del ruego; y en sus labios vibraba la sonora música de los ósculos de fuego, Cuando marchaba la gentil coqueta con su porte triunfal de soberana, ¡estrangulaba el pálido poeta en la garganta el vítor y el hosanna! Para aquella mujer todo era poco; ninguno digno de besar su huella. Y el trágico poeta, vuelto loco, la vio, la quiso, y se mató por ella. ………………………………………
... Yo amo el himno de notas armónicas que el martillo del yunque en la fragua con compás uniforme modula sobre el trozo de hierro hecho ascua: es un himno bañado de chispas, y el más viejo de todos los himnos; desde el día del hombre primero lo oyen siglos y siglos y siglos. Yo amo el himno de notas robustas con que el combo del roto nervudo labra un lecho a los rieles bruñidos en la cima del Andes abrupto: es un himno cuya arpa es la piedra, que se canta entre nubes nieves, cuyo acorde en la cima brumosa la agria roca repite devuelve. Yo amo el himno de notas metálicas que el martillo con golpes veloces les arranca a las planchas de acero en la cumbre de eiffélicas torres: es un himno que brota en el éter y desciende vibrante in la tierra entonando a través del espacios el hosanna del arte y la ciencia.
Yo amo el himno de notas iguales y de ritmo monotono y seco con que suena el sutil martinete en la máquina audaz del telégrafo; es un himno de una arpa unicorde en que se hablan las razas distantes con la eléctrica lengua que vuela por las ondas del agua o el aire.
Los poetas de lira averiada hagan himnos de acentos silábicos y en seguida los echen al álbum o los griten de frac ante el piano. ¡Oh, martillo, prefiero tus himnos porque en ellos tú pones un alma: y en el yunque, en la cumbre, en el éter y en el hilo de alambre, tú el triunfo del cerebro o del músculo cantas!