(N. en Lota, el año 1870) Es uno de esos poetas insospechables a que me he referido anteriormente. Y, sin embargo, la juventud intelectual de esta tierra le ha zarandeado como si se tratara de esa «gente de la mala bohemia» de que habla Rubén Darío.
Y esa noble juventud que, justicia en mano, escupe sus desprecios a los cacógrafos del arte, a las caricaturas de poetas, como Humberto Bórquez Solar y Samuel Fernández Montalva--por nombrar sólo a algunos--ha cometido una injusticia lamentable al atacar a Samuel Lillo, poeta genuino, cantor de nuestra etnografía, voz legendaria de nuestros aborígenes, símbolo espiritual de nuestros gloriosos capitanes de la Independencia y corazón representativo de los fuegos epopéyicos de nuestra raza.
Porque Lillo es la sombra rediviva de nuestros valerosos antepasados, el fantasma del indio quijotesco, huido de sus montañas y sus selvas para gritar su amargura de paria y su heroicidad indomable en el seno mismo de la civilización que le olvida.
Porque Lillo es carne de nuestra alma, blason de los deberes universales, paladin de todas las libertades que engrandecen, y apóstol que encarna bajo una capa polvorienta y romántica la carcomida religión del amor de los hijos por la patria.
Porque Lillo es tal vez el único de nuestros poetas que no ha hecho abdicación de sus ideales ni ha sufrido desmayos en la lucha.
Porque nació cantando las glorias y virtudes del terruño y morirá llorando la ingratitud de muchos de sus hijos que desearían ver convertido en figurin de moda a ese Lázaro olvidado del alma primitiva de nuestros aucas, de nuestros cóndores y de nuestros héroes.
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Este poeta es una víctima fatal, una noble víctima sacrificada a las puertas del ambiente moderno con sus costumbres, doctrinas y habitos completamente nuevos, propios de un siglo que repecha y está al borde del más estupendo materialismo.
No sé por qué, observando a Samuel Lillo con sus obscuros ojos cargados de alma y sus actitudes de cansancio y de angustia casi nazarena, he pensado en esos patriarcales sillones de los tiempos de la Colonia, sobre cuyo prestigio solemne y apacible hubiera deseado reposar mis rebeldías, mis locuras, mis ciegos y tumultuosos entusiasmos juveniles.
Mirándolo, escuchando sus confidencias espirituales, se ve desprenderse dle: su personalidad, como una neblina azulada, el alma de un poeta de generaciones difuntas, de montañas perdidas y olvidadas en lejanos bosques, alma que, en medio de las urbes, sufre por las homéricas indíadas, irredentas (lel hambre y la miseria, canta las glorias inmarcesibles de los guerreros que nos dieron patria y enciende con sus épicos clarines los dormidos empujes que han de arrastrarnos hacia adelante y en busca de las cumbres. Y, sin embargo, la juventud de hoy le denigra, le muerde injustamente.
La juventud de mi tierra comete un error, una injusticia abominable. No mira al fondo de esta cisterna antigua. Ve únicamente lamas flotando en la superficie y retira con asco los ojos de sus aguas.
Removed las lamas, observad el fondo, y veréis un vasto tesoro escondido, pedrerías que serán pedacitos de sol en vuestras manos y para vuestras vidas.
Juventud de mi patria: atacáis a un poeta que os ama y os defiende cuando os rasguña la maleza.
Atacáis a un poeta que no habéis leído, puesto que lo atacáis, y a quien glorificaréis cuando comprendáis el gran mérito de su obra, construída sobre añeja arquitectura, pero teñida por un pedazo de cielo en que el sol de la patria ha puesto todo el oro de una canción de raza!
Biografia: Es Abogado, Profesor de la Universidad Nacional, Secretario Perpétuo del Ateneo, Mieinbro del Consejo Superior de Letras y Bellas Artes, Pro-Rector de la Universidad del Estado y Profesor de instrucción secundaria.
Bibliografía: Ha publicado: Poesías, 1900; Antes y Hoy, poemas 1905; Canciones de Arauco; 1908, 3.8 edición; Chile Heroico, 1911, poesías premiadas en los Certámenes del Centenario; La Concepción, poema 1911, 2.a edición, premiada en el Certamen del Consejo de Letras; La Escolta de la Bandera, poema 1912; Canto a la América Latina, 1913, primer premio en los Juegos Florales de Tucumán; Canto a Vasco Núñe% de Balboa, 1915, primer premio en el Certamen Universitario, y Canto Lírico a la Lengua Castellana, primer premio en los Juegos Florales Cervantinos de Valparaíso.
En prensa: Canto Lírico a Isabel La Católica, premiada con la Flor de Oro en los Juegos Florales de la Raza en Concepción; y Bajo la Cruz del Sur, poesías.
Nadie sabe todavía cuándo, desde la profunda mar bravía que azotaba el huracán, tus gigantes cordilleras asomaron sus cabezas altaneras, coronadas con penachos de volcán.
Ni de donde a tus orillas arribaron las extrañas, fuertes razas que poblaron tus montañas, y tus valles y tu mar. Sólo sí que se extendieron como enjambres vigorosos y cubrieron con sus tribus, sus imperios poderosos, sus innúmeros guerreros, del lejano septentrión a los postreros arrecifes en que llora el mar austral.
Junto a un lago que brindábale el halago de su linfa rumorosa, en la tierra del cenzontle y del quetzal, se expandía, formidable y belicosa, la temida monarquía que fundó Quetzalcoal.
Con sus sólidas falanges de guerreros sus caciques altaneros, con su corte de pintores y poetas imperaba en las mesetas y en el valle de Anahuac: y llegaba, sin reparo, el albedrío de su inmenso poderío de Tezcuco al Orizaba, desde el golfo al otro mar.
Con sus coyas, sus vestales, sus palacios y sus templos colosales su gobierno patriarcal, el imperio de los Incas se extendía por la América y cubría a los pueblos con su púrpura real. En las faldas de los Andes orientales, donde hay lagos suspendidos, como espejos, en los cuales se contemplan los erguidos soberanos de las cumbres, habitaba el aimara una raza de gigantes que ha dejado huellas hondas de sus pasos en los ásperos ribazos, en las islas de sus lagos ondulantes, en la cima del volcán.
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Si, entregados a las guerras, los feroces y salvajes guaraníes dominaban en las tierras del Brasil y el Paraguay, los valientes e industriosos calchaquíes dedicados a pacíficos trabajos, habitaban las montañas y los bajos de la sierra cordobesa al Tucumán. Y los indios de las pampas vigorosos y arrogantes, de ágil cuerpo, compartían con el índico jaguar el dominio de sus sábanas gigantes, por el sol y por el viento acariciadas, que aun palpitan en oleadas de verdura como un mar. Y detrás de las ingentes cordilleras, orgulloso, soberano, defendido por las lanzas de sus úlmenes valientes levantábase el gran pueblo araucano, siempre listo a combatir por las sierras escarpadas y las lóbregas quebradas de su indómito país.
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Al través de los incógnitos océanos, unos seres sobrehumanos con una ansia inextinguible de tesoros y aventuras, arribaron de las tierras desde donde viene el sol; y, escribiendo con su sangre cien homéricas hazañas, escalaron las montañas y asolaron las llanuras, como oleadas de una enorme inundación. Y cayeron, uno a uno, los imperios seculares, y se hundieron en los lagos, y en los mares y en las selvas, donde nadie penetró, los despojos de las tribus primitivas que, diezmadas, pero indómitas y altivas resistieron al empuje del turbión. Y entre roncos aullidos, estampidos de mosquetes, raudas cargas de jinetes y disparos de cañón, escuchóse la agonía de una raza que moría de otra raza ante el asalto abrumador. Y se irguieron bravamente los primeros los aztecas, los guerreros que escribieron la epopeya mejicana, que es hermana del poema de Lautaro y Tucapel, pelearon frente a frente con sus lanzas y sus mazas sin temor a las corazas a los rayos de las armas ni al empuje del corcel. Fueron ellos los soberbios mejicanos que, encerrados a la postre por los hierros castellanos, por la peste, por el hambre, la miseria y la crueldad, no queriendo convertirse de señores en esclavos, prefirieron enterrarse como bravos en las ruinas de su gran Tenuchtitlán. Y cruzando por las olas nunca hendidas del remoto mar del sur, las osadas compañías españolas, realizando la quimera de su empresa, como leones que aprovechan el descuido de su presa, sorprendieron a los incas del Perú. Y arrollaron los Pizarros a los quichuas indolentes, a los súbditos pacientes de este imperio conventual, con la voz de sus cañones y los cascos de sus rápidos bridones, como a un tímido rebaño montaraz. De las márgenes del Plata a las pampas infinitas como el mar, pronto el reino de Castilla se dilata sin atajo, cual el raudo viento austral. Y la tribu que corría libremente por sus llanos ve, a pesar de sus esfuerzos sobrehumanos, invadido y pisoteado su pastal. Pero un día se estrellaron los ejércitos hispanos con los rudos capitanes araucanos, de los pechos indefensos y desnudos que, rodeados por sus bárbaras indíadas, sus montañas nunca holladas se aprestaban a librar. Y rodaron los jinetes castellanos al empuje de sus lanzas y sus hachas. Como caen, resonantes, derribados por las rachas en el alto Nahuelbuta, los gigantes del pinar.
Y ya nadie puso diques a los índicos arranques. Los caciques y guerreros más audaces protegieron sus figuras con las férreas y brillantes armaduras que quitaron en los campos de batalla al español, se habituaron al tronar de los cañones y montaron los fantásticos bridones sin recelo ni temor. ¡Cuántas veces contemplaron los iberos cómo iban los indíanos caballeros con las riendas en los dientes, en furioso galopar, lanza en ristre y embrazando los broqueles, inclinados sobre el cuello de sus rápidos corceles, los escudos de sus viejos enemigos a golpear! Fue cesando lentamente en las selvas y en los llanos la pelea, y el hispánico poder del continente, cual la bíblica marea, desde Méjico al estrecho sepultó; más quedaron en los límites australes del Arauco legendario los caciques inmortales, invencibles bajo el sol, como quedan en los mares, a pesar de las crecientes, los peñascos seculares que levantan hacia el cielo su erizado pedernal, vencedor de las rugientes marejadas que subleva el temporal.
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Y los siglos pasaron, y del cruce fecundo de las dos bravas razas que pelearon el dominio de un mundo, brotó una raza nueva, robusta y aguerrida, fuerte como los pumas y jaguares que pueblan la temida fronda de tus montañas seculares. Una raza altanera que tenía la noble bizarría de un quijotesco hidalgo castellano, del gaucho la serena poesía, la bravura del indio mejicano, y el sublime heroísmo de un cacique araucano. En brazos de tus hijos ¡oh! América, dormías perezosa, reclinada en las faldas de tus montes bravíos o en el verde alfombrado de tus llanos, oyendo la corriente sonorosa de tus gigantes ríos o el rudo canto de tus dos oceános. Más un día, a la luz de una alborada, escuchaste vibrar la clarinada que lanzaron las águilas francesas cuando, poblando el aire de rumores de libertad y guerra, volaron anunciando por la tierra el fin de los tiranos y opresores. Te erguiste lentamente con el suave vaivén de la marea, que en el principio toca apenas con su espuma dulcemente el dorso de la roca, y que, luego, más firme y animada, hacia el asalto viene con el apoyo de otra nueva oleada que la anima, la impulsa y la sostiene. Y cuando termino la incertidumbre y se oyo por doquier la voz vibrante que mostró de la hispana servidumbre roto por siempre el manto, e hizo resonar por vez primera, desde el llano a la cumbre, el nombre de la patria sacrosanto, se lanzaron tus hijos a la lucha, al viento la melena alborotada, cual sale de la hirviente marejada revuelta por los raudos aquilones la aulladora jauría, a tomarse los altos murallones de la costa bravía. Y los héroes brotaron de toda la amplitud del horizonte con la misma bravura con que antes levantaron sus testas orgullosas, en el monte, el valle y la llanura, los caciques del suelo americano, al sentir resonar en sus montañas el rudo casco del corcel hispano. ¡No oís como bramidos le huracanes, como un ave gigante que aletea? ¿bostezos de volcanes, rumores de pelea, voces de imprecación, salves y hosannas, y junto al son de bélicos clarines, el himno de las místicas campanas? Es que envuelto en los cálidos vapores de la sangre y la gloria, sube, desde la puebla de Dolores, despertando los valles v las sierras, la gran figura del patriarca Hidalgo a redimir las mejicanas tierras. Al frente de sus bravos inmortales, el gran Bolívar llena la amplitud de las zonas tropicales con la heroica leyenda que derrama los ecos de su gloria y de su fama: y, vencedor en la sangrienta arena, tremolando el patriótico oriflama, de Quito al mar Caribe y desde el Orinoco al Magdalena, la libertad de América proclama. A los pies de la andina cordillera, alzase el grande O'Higgins. Su bravura sobre los campos de batalla deja atrás a los más ínclitos campeones y de Rancagua en la sangrienta plaza cierra el poema de la Patria Vieja con la carga inmortal de sus bridones. Entretanto que el ínclito Belgrano, vencedor o vencido, aún lucha contra el fiero castellano, midiendo desde el llano la insalvable barrera que le opone el riscal de la montaña, San Martin silencioso su grande hora espera, como el tigre nervioso aguarda por la tarde en los herbajes de la pampa callada el rítmico trotar de la manada de los potros salvajes. El noble O'Higgins llega y junta sus deshechos batallones a las nuevas legiones que San Martín sacara de sus llanos desiertos y sus breñas, como Moisés, en otros tiempos, hizo borbotar a los golpes de su vara cristalinas corrientes de las peñas. Y ávidos de cumplir la grande hazaña de libertar un mundo, el alto monte traspasaron chilenos y argentinos, y fueron sobre el escuadrón de España como bandas de cóndores andinos que caen sobre un león en la montaña. Salvaron los abismos y las cimas con sus alas de vuelos soberanos y, bajando a los valles de Aconcagua, como alud gigantesco, en Chacabuco vengaron reunidos los hermanos la sangre clamadora de Rancagua. Y la bandera de la blanca estrella, símbolo del poder de un pueblo nuevo cruzó los mares y, a la sombra de ella los guerreros de Arauco y de la pampa derribaron del trono a los virreyes. Y desde las riberas donde cantan los mares antillanos, remontando salvajes cordilleras, mortíferos pantanos, abatiendo a su paso las banderas y los escudos y las armas reales, una legión de bravos colombianos de raza ciclópea vino, con sus guerreros formidables, sus cargas de corceles y sus sables, a decidir la homérica pelea. Y al pie del Chimborazo que con su blanca frente domina la mitad del continente, sellaron juntos en fraterno abrazo la redención del suelo americano los dos héroes más grandes: Bolívar, el titán venezolano, y San Martín, centauro de los Andes.
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¡Salve, América, están libres los senderos que te abrieron tus guerreros con los filos de sus sables a los toques sonorosos del clarín. ¿Quién contiene tus avances formidables hoy que pasas con tu séquito de pueblos y de razas a cumplir tu noble fin? ¡Salve, América, se acerca ya la aurora cuya lumbre bienhechora va anunciando por montañas y por llanos, de las sierras hasta el mar, el sol nuevo de justicia, sol de hermanos, que, al calor de sus miradas, sin envidías ni recelos bajo el dombo gigantesco de los cielos, de la América latina las naciones unirá.
Y tus hijos arrogantes y briosos con el alma estremecida por anhelos generosos, hermanados por la épica memoria de los héroes, que esculpieron la leyenda de tu gloria, juntaránse bajo un mismo pabellón?: y del Golfo Mejicano a los canales donde se alzan los enjambres de archipiélagos australes, formarán con sus cien pueblos una sola y gran nación.
Y así juntos alzaremos una valla semejante a una granítica muralla, donde vengan, impotentes, a estrellarse las corrientes desbordadas de las razas antagónicas y extrañas que, en oleadas espumantes, de los viejos continentes llegarán, un gigante acantilado, cuyas cimas vencedoras pongan diques a las bandas invasoras. de las águilas del norte, que, de lo alto de sus montes, escudriñan codiciosas los ignotos horizontes, donde brilla la serena cruz austral.
Envainadas las espadas al compás de los martillos y al sonar de las azadas, mientras se oiga de los trenes el jadeante galopar, nuestros hijos alzarán en el futuro los acentos de su cántico más puro a vosotros, los perinélitos latinos, que llevasteis estos pueblos hacia altísimos destinos y supisteis de esta raza la grande alma modelar. A ti, ¡oh! Galia, redentora de las razas oprimidas, que marcaste en nuestras vidas la grande hora que anunciaba la soñada libertad, y que alzaste allá en las cumbres tus ideas. fulgurantes, como teas que guiaron en la sombras a esta nueva humanidad. A ti joh! patria de los Médicis y el Dante, de Leonardo y Rafael, que al palenque de las artes nuestra mente vacilante has llevado con tu mágica paleta y tu cincel. Y a ti, España, madre amante, que, en tu raza valerosa y arrogante nos legaste tu hidalguía, tus hazañas y tu ideal, y, engastado, como perla, sobre el oro valioso de tu idioma sonoroso, el Quijote, que es el símbolo de tu alma noble y leal. ………………………………………
Tus ondas obscuras, que inquietas se mecen, con azul de Prusia teñidas parecen; los jóvenes coigües que pueblan tus faldas bordan en tu orilla franjas de esmeraldas. Por sobre los cerros que se alzan en torno guardián de tus olas, se yergue el Osorno, que ve reflejarse su testa nevada en el claro espejo de tu onda callada pensando en los tiempos que pasaron luego cuando, con la frente nimbada de fuego, junto con sus otros ya muertos hermanos, retemblar hicieron montañas y llanos.
¡Oh! lago tranquilo, tu linfa dormida como el mar, tu padre, también tiene vida; como él tienes alma, que sueña y que siente la dulce caricia, la cólera hirviente. Si el viento te besa, no son tus oleadas como las redondas, largas marejadas que semejan torsos de mujeres, suaves y ondeantes, que pasan rozando las naves. Al golpe del norte, tus olas no ruedan, se engrifan y saltan, sus filos remedan las hojas enhiestas de agudas cuchillas que hieren las naves en flancos y en quillas.
¿Qué guarda en sus negros misterios tu abismo? tal vez la leyenda de algún cataclismo en que pelearon, como los titanes, olas turbulentas, lavas de volcanes. Nadie ha conseguido sondear todavía de tu honda Ensenada, la gruta sombría, y aquel que, en un tiempo lo intentara osado, aun duerme en tu lecho profundo, ignorado.
Y cuando más tarde quedaron calladas de tus ígneos montes las bocas airadas, sobre tus orillas, en vez de las rachas, se oyeron los golpes rudos de las hachas de una raza nueva de rubios germanos que, con el esfuerzo de sus férreas manos, abrieron tus bosques, y ornaron tus lomas de trigales áureos y doradas pomas.
Los raudos vapores hoy surcan tus olas, llenando de vida tus montañas solas. Cuando el barco roza tu mansa ribera, lo besa la espiga de la sementera, y se oye, en la sombra de los manzanares, el zumbar sonoro de los colmenares. Y al oír los claros y alegres pitazos que da el barco, bajan hacia los ribazos, sueltos los cabellos, y roja la tez, lindas muchachuelas de rosados pies.
¡Adiós! ¡oh Llanquihue jadiós! dulce lago quien haya sentido ya el cándido halago que esparcen en torno tus vívidas ondas, tus pálidos cielos, tus playas y frondas, no puede olvidarte, que hasta el alma fría que nunca supiera lo que es poesía, se siente más joven, más fuerte y más pura ante la belleza de tu amplia llanura. ………………………………………
LA EPOPEYA DE LOS CONDORES
Era la edad lejana de los tiempos heroicos de esta tierra, en que vibraba todavía el grito de libertad del mar hasta la sierra; en que cada labriego, al ascender la noche sus montañas, contaba junto al fuego el poema viril de sus hazañas; el tiempo legendario cuando en la soledad de los alcores luchaban con los pumas, como nuevos Davides, los pastores, y cuando los aldeanos, al asomar la aurora, miraban descender hacia los llanos, más fieras y más grandes talvez que las de ahora, las bandadas de cóndores del Andes.
En grupos bulliciosos acudieron, al conocer la nueva de aquel día, los fornidos muchachos montañeses a tomar su lugar, como otras veces, en la gran cacería.
Construyeron el campo de la liza al pie de unas alturas que cierran allí el valle, y lo cercaron con una red de troncos que amarraron con fuertes ligaduras. En el centro dejaron por la noche un toro recién muerto que atrajera, al clarear la alborada, la interminable hilera de la hambrienta bandada.
Desde el alba, la turba de muchachos en espera del duelo, atisbaba escondida en la maleza cual bajaban los cóndores del ciclo. Algunos descendían con presteza para entrarse resueltos al cercado; otros, revoleteando con pausado y airoso movimiento, o con las grandes alas extendidas, pasaban por encima y se alejaban, como naves llevadas por el viento.
Al sonar la campana que en la hacienda lejana llamaba a la oración del mediodía, cerca de una centena de cóndores enormes ocupaban la arena, formando en torno del becerro muerto un inquieto montón, en que peleaban los pájaros más fuertes y temidos la presa ensangrentada, en un concierto de aletazos, carreras y graznidos.
Hartos, por fin, de carne, uno a uno del grupo se apartaron y, abriendo lentamente los resortes de sus alas gigantes, intentaron en vano alzar el vuelo: rendidos y jadeantes, chocaban con la recia empalizada y aleteando rodaban por el suelo.
Cuando de duras pieles revestidos, penetraron los mozos, llevando a la cintura sus cuchillas y empuñando a la vez las gruesas lumas, los cóndores quedaron silenciosos y se agruparon junto a las orillas; hasta hubo alguno que alisó sus plumas, estiró el cuello y entreabrió las alas, como los medioevales paladines que oían en el viento la lejana señal de los clarines.
Un viejo cóndor que llegó postrero tranquilo se quedó: se desquitaba de sus días de ayuno en las montañas. Con su pico de acero, apoyando las garras formidables en la res, le rompía las entrañas. Luego agitó sus alas sorprendido de la brusca invasión, y enardecido lánzose contra el mozo delantero, más un golpe certero dejó su cuerpo colosal tendido.
Fue aquello la señal: en un instante juntáronse los bandos en la arena; algunos de los buitres espantados trataron de escapar; otros airados y con los picos y collares rojos de sangre todavía, saltaban a los ojos de los bravos muchachos y atrevidos, esquivando los golpes de sus brazos, dando roncos graznidos, los herían con recios aletazos.
Ya alguno de los mozos de alma fiera entre arranques de ira o de alegría, rota en partes la piel que lo cubriera y libres a los vientos los cabellos, como un nuevo Rolando, discurría en la espesa legión que revolvía sus negras alas y sus blancos cuellos.
Ora uno de los buitres más bravios, resguardando su espalda con los troncos, dando saltos enormes, rechazaba de los zagales los pujantes brios; y de súbito al fin se escabullía al fondo de la liza, semejante a un jaguar que ha burlado la jauría.
Como nubes obscuras, torbellinos de yerbas y de polyo subían desde el fondo a las alturas, al par que el formidable vocerío con el rudo golpear de los campeones, iba llevando por la sierra el eco de un combate de cóndores y leones.
Cesó un momento la porfiada lucha, las aves vacilantes, mirando con tristeza sus montañas, al fondo del corral se refugiaron silenciosas y hurañas. Los mozos jadeantes las sudorosas frentes se enjugaron, alegres comentando sus hazañas, y algunos de los cóndores vencidos con los sangrientos miembros destrozados buscaron un rincón en la maleza para morir tranquilos, resignados, escondida en la yerba la cabeza, como al caer en los romanos circos, antes que pedir gracia a sus señores, solían esconder bajo el escudo su cabeza los fieros gladíadores,
Del fondo del palanque, avanzó de improviso un recio cóndor de gigante altura y de ancho collar blanco que contrastaba con su veste obscura, y, abriéndose camino, en actitud airada frente a un muchacho a colocarse vino.
Parecía un antiguo condotiero que pelease por toda la mesnada. Al verle junto a él, resuelto el mozo saltó sobre el caudillo; y en el centro del cuello vigoroso, sepultóle hasta el mango su cuchillo. Irguióse el ave y antes que pudiese dar nadie ningún paso, lo abatió con un golpe de sus alas y el cráneo le rompió de un picotazo.
Alzóse un espantoso clamoreo de horror y de protesta. Los que antes contemplaban trepados en los troncos las fases de la fiesta, en confuso tropel se descolgaron y en medio del palanque penetraron: al par que los jinetes bajaban por la cuesta a la carrera, y rompían los recios estacones con el rudo empellón de sus bridones.
Y cuando separaban conmovidos los labriegos al ave y al muchacho estrechamente unidos, los cóndores que estaban agrupados dispuestos a la lucha todavía, salieron por la brecha que se abría. Y al encontrarse afuera, sacudiendo las alas triunfalmente cruzaron, dando saltos, la pradera.
Alzaron luego el vuelo, lentamente pasaron por encima de la liza; y al mirar el montón de sus hermanos, con el cuello en tensión y contraídas las garras por la saña, se fueron, desfilando en larga hilera, con rumbo al peñascal de su montaña. ………………………………………
LA MINA ABANDONADA
Es el negro socavón, en la falda del lomaje, una herida sin vendaje, expuesta al viento y al sol. Junto a su boca se ve roja tierra amontonada, como sangre coagulada que se secó sin correr.
Firme aún la cabria está, descubierto su envigado, semejante a un descarnado esqueleto colosal.
En lo alto del cabrial inmóviles, las poleas, y las viejas chimeneas sin su penacho triunfal.
Vagonetas de carbón se ven a trechos volcadas, como tortugas tumbadas, sobre su caparazón.
Y desde lo alto al final de la pendiente, montones de ruedas, tubos, cañones, madera y planchas están en tan triste confusión, que creen mirar los ojos de un naufragio los despojos que hasta allí el mar arrojó.
Cuando su adiós la luz da, sólo un sereno se interna con su rojiza linterna por el desierto escombral; y si el recio vendaval sopla silbando en la altura y la vetusta armadura de la cabria hace temblar, cree el nocturno guardián que es el genio de la mina que todavía domina sobre el muerto litoral.
Hoy en lugar del rumor de máquinas y de gritos,
de bocinas y de pitos sobre el alto farellón, sólo interrumpe la paz de la mina abandonada la bulliciosa bandada de aves que sube del mar.
Ya en la noche, el esquilón no da sus toques vibrantes, a cuyos llamados, antes, como a una evocación, por la boca del talud, mil luminarias brotaban y por las sendas bajaban como serpientes de luz.
Era el épico tropel de los invictos mineros que, dejando en los veneros gotas de sangre y de hiel, surgían de la labor a buscar los nuevos bríos en los tugurios sombríos junto a un vaso de alcohol, para, en seguida, subir a la luz de la mañana en callada caravana, abatida la cerviz, como enorme multitud de negros escarabajos que huyeran por los atajos sorprendidos por la luz.
¿Y hoy los siervos donde están? Unos duermen todavía en la muerta galería que una noche lleno el mar.
¿Y qué fue de los demás? Con su miseria y su pena, como los granos de arena, los aventó el huracán. Y habrán llegado tal vez en su peregrinación, a otro negro socavón en que han de dormir también.